PARTE III "MIRANDO AL SUR"

                                                           PARTE III



MIRANDO AL SUR


                                                           CAPITULO I


Los días aquí son trampas del tiempo, giran, engordan, y se van sin llevarse nada que registre, que marque, que lo haga vida. Nada, todo igual, inmóvil, mirando al Sur. 
En la ventana del piso, Sara jugaba con el dedo sobre el vidrio empañado. 
-Cinco años, van a hacer cinco años. Parece mentira, viviendo quieta a la música de los recuerdos. Tiene razón mamá, tengo que adaptarme. Claro que no es fácil, a cualquiera se la doy. Hoy nomás, domingo. ¡Qué son los domingos aquí, carreras al lunes, en cambio allá, nos reuníamos en lo de Mama, salíamos con las chiquilinas... ¿Ves? Eso es lo que me mata, que sigo comparando. 
El dedo cerró la circunferencia
-Así soy yo. Un hueco sin salida.
Caminó las ocho baldosas a la puerta y repitió el camino a la ventana. El Sabalero en el grabador desmenuzaba nostalgias. “ Volver, volver a ver tu cielo azul
Las cartas en la biblio­teca hablaban. Guardaban su orden, sus sonrisas y sus lágrimas, todas con un sobre de avión estampando distancias. 
-Bien.... vamos a charlar un poco. Sacó la última, la del 5 de diciembre:
«... ya verás querida cómo en uno o dos años se afloja la rosca. El otro día hablamos con el tío Héctor (no es el mismo desde lo de Susana, no sé si te conté, pero la muchacha le salió zurda y está metida hasta las pa­tas). Bueno, la cosa es que va averiguar tu caso. Como no hubo expediente, tal vez hay posibilidades. En fin, nos dio esperanzas. Yo intuyo que queda poco. Me va a parecer mentira cuando vuelvas. A todos. Bueno, a  tu padre lo conocés. No le cree mucho... y como no habla, nunca sabes qué piensa. El otro día me salió con que iba a vender el campo. Después de lo de Santia perdió el empuje. Yo le digo que es un disparate. Para mí,  es para pagar lo pasajes para ir a verte, te extraña mucho, los extraña ¡ Oh Dios mío...»
Dejó la carta y comenzó la respuesta, papel avión y lapicera en mano.
Barcelona, 8 de diciembre
Queridos míos:
¿Cómo están? ¿Bien?
 Yo contenta con las noticias. La verdad me quedó la cara grabada del tío cuando me soltaron y todavía me da miedo, su dureza  inexpresión y silencio cuando yo trataba de aclarar... Pero nada cambia tanto  como el dolor en la carne... ¿Quién te dice? Yo el dinero para el pasaje lo tengo ahorrado…
En eso sonó el timbre.
-A esta hora... ¿Quién podrá ser? Se levantó con pereza, dejó la lapicera sobre el block y contestó por el tubo del portero eléctrico 
-Sí.-
-¿Sara Urquiza?- 
-Sí, ¿quién es?-
-Traigo un paquete de Uruguay para ti. ¿Puedes abrirme?- 
-Bien.-
Un paquete del paisito. ¿Quién podrá ser? Repasó la lista de parientes y conocidos. Ninguno en condiciones de un viaje a Europa.
Será alguno de esos que son íntimos aquí, buscando alojamiento. Soy una bruja pero allá seguro ni te conocen. A ver cómo está todo...
En un vistazo rápido recorrió el apartamento
¡Ay! Me voy a cambiar las pantuflas que parezco una loca, es que no conseguís aquellas tan cómodas de piel, las más parecidas son estos bichitos.
Sonó el timbre de la puerta. Ya subió a ver quién es
-Ya voy.-
Se encontró una mujer cuarentona, impecablemente vestida. Su maquillaje cuidado le señaló su cara recién lavada. Nunca me gustó solo cuando era chica, ahora me pinto por el trabajo.
-¿Sara Urquiza?- 
-Sí.-¿Puedo pasar? Te traigo un encargo de tu familia. ¿Puedo tutear­te, verdad?
Sabía moverse, tenía “cancha” ella en cambio se había quedado en la puerta en medio de sus elucubraciones.
-Por supuesto, perdone, pase. Tome asiento.-
-A mí también tutéame, si no me siento vieja, eterna. Ah este es el encargo de tu madre,  el paquete. Me recomendó mucho que no lo olvidara-
Se hizo un silencio molesto. Sentadas una frente a la otra, Sara apretaba el paquete en su regazo.
-¿Te preparo un café? 
-Bueno. ¿Molesto si fumo? 
Desde la cocina contestó afirmativamente, en el respiro momentáneo, que le dio abandonar el living- comedor. La pregunta seguía rondándola ¿Quién será?
-No, en la mesita tienes un cenicero. ¿Solo o cortado con leche? 
-Solo y sin azúcar.-
Volvió componiendo sobre la duda una sonrisa. 
-Aquí está-
. Te preguntarás por qué me quedo. No me conoces y tienes unas ga­nas locas de leer la carta. De  ver qué te mandaron…
 –No, yo...-
 
- Te entiendo. Te conozco a través de tu madre, me habló tanto de ti, de ustedes.
 La infancia en el campo, lo que te  llevó al exilio, de tu hermano, solo me faltaba verte Pero claro para ti soy una desconocida. ¿No te avisó de mi venida por teléfono?-
Cobarde, no se animó porque sabe que la paro en seco.
-¿La verdad? No-
 Con mamá no hay quien pueda, le contó todo a esta pituca ahora me siento más expuesta. ¿Qué hago?
-Una historia interesante-
-¿Te parece?
-Hace tiempo que ando detrás de este tema y lo de ustedes me gusta. 
- Una historia común. Gris, triste.
-Como la vida. Te importaría hablarme de ello, tu madre dice que hay cosas que no se acuerda y que el álbum con las fotos de la familia lo tienes aquí.-
-¿Yo? ¿Hablarte? No. Hay cosas que duelen. No, no creo que pueda. Si quieres te muestro las fotos, en eso no tengo problema y te las explico. Lo demás es personal discúlpame.
Así que sos escritora y te interesa esto....-
Se levantó despacio, con cuidado, bajó el álbum.
-Cuando miro las fotos siento que somos y no somos nosotros, tan peque­ños, entre bastidores en el lugar que nos marcaron.-
 -¿Y de la puesta en escena, de la vida, no hablamos?-
 -No, esa no se novela.- 
-Está bien, de acuerdo.-
-Son los viejos años de andar ligero. Prendidos en árboles verdes, escalar parvas de maíz, años de infancia y cam­po.
No los toques. Son los guardianes de los recuerdos. Allí pastan libres, cre­cen.
 Lejos.
No puedo alcanzarlos. Santia, Mama, mis padres, yo, caminamos en ellos. 
Aquí estoy sola. Fija y en movimiento, como la bailarina de la cajita de músi­ca.
 No puedo volver, no me dejan. 
No puedo hablar, porque las palabras de hoy, no sirven.
Sólo puedo enseñarte estas fotos. Blan­co y negro de un crecer, nada más. 
Al final se fueron las horas, la mujer escuchó, tomó notas, preguntó. No fue tan molesto como pensó, pero muchas respuestas se las guardó, sobretodo las de Santia. No aceptó su invitación a cenar (la verdad no tenía nada decente, pero correspondía). Le agradeció y se fue.
Sara quedó conmovida, los recuerdos le movieron la apatía y tampoco cenó su clásico refuerzo. Se fue a la cama con el café y por un rato anduvo volando entre campos verdes y la casa de Mama.
 Viejita linda que no pude despedirte cuando decidiste irte con los tuyos, tu Dios y todos los Santos del cielo que siempre invocabas.


                                                                   CAPITULO II


La atmósfera del sábado se hacía más agradable. Las cortinas se cerra­ban, se soltaban los acentos y cada uno vivía en casa o sea en el paisito.
Se habían conocido al tiempo de llegar, los tres viviendo las mismas experiencias, exilio, soledad, y el corazón allá. Nada hermana tanto como la nostalgia.
 Carlos, Irene y Sara, el trío de los sábados. 
Una vez a la semana en el apartamento del que tocara, se reunían, compartían noti­cias, juntaban tristezas, noticias y anécdotas, entre pizzas y, cuando conseguían, dulce de leche, en alfajores o arrollado o simplemente en tortas.
-Pero no te digo. No, si a mí me tocan todas. Yo no sabía qué hacer, empecé a contarle de las fotos. Le hablé del campo, de Mama y la tipa no se iba. Se quedó hasta las diez. Tomaba notas, ¡No te pierdas! ¿Ah, no! Yo a mamá la mato, tiene cada cosas... -
-¡Pobre! Ya los veía personajes de novela-. 
-Es que las madres...-
Carlos desde el sillón miraba a las jóvenes y sonreía. 
Irene extendía el mantel sobre la mesita del living. Sara traía las cosas de la cocina.
-A ver, vago, alcanza la cerveza y los vasos.-
 El muchacho se levantó y de pasada le robó un pedazo de pizza. 
-Ay, Sarita, cómo agradezco a tu abuela que te haya enseñado a coci­nar. Tus pizzas son deliciosas.-
 La respuesta de Irene saltó rápida-
-Callate, alcahuete. Vos porque no te molestás y nos das esas conge­ladas espantosas.-
-Si uno es negado qué le vas a hacer... Me servís otro poquito o ahora que vas a pasar  los umbrales de la fama ya no te encargas de cosas prosaicas.-
-No seas nabo. Si te soy franca creo que no era a mí a quien buscaba, andaba atrás de Santia. Quería sacarme cosas y me siguió el juguete del álbum para entretenerme. Pero yo de eso no hablo. Sé que pien­san que me aferró a imposibles pero siento que está vivo. Que en algún sitio nos recuerda y si no avisa es porque... vaya uno a saber...-
 Los ojos de miel se empañaron.
-Perdonen, es que me revolvió muchas cosas y destrancó los demo­nios que había logrado encerrar.-
Por un momento aires de miedo, de botas, de llamadas a mediano­che cruzaron el piso.
- ¡Vamos, arriba Sara!. Yo te entiendo, desde que Juan pasó a Chile, no he vuelto a saber de él.-
Carlos las miró con pena. 
Pobres!, se aferran a imposibles, pero si eso las empuja un poquito, adelante hay que dejarlas.
-Miren cómo se enfría  ese pedacito de pizza. Si no la quieren hago el sacrificio y me  la como-.
-Te la cambio por  cerveza-.
-¿Nos jugamos  un truco?-
-Carlitos, te toca levantar la mesa y lavar los platos, hace como tres sábados que te vas olímpico-
El tono, cambió en Sara, al de todos los sábados.
-Esperen tengo una sorpresa-.
-¿Qué?-
-Arrollado de dulce de leche. Mamá me mandó un bollón.-
-Algo tuvo de bueno la  literata. Traer cartas y dulce. ¡Ah. Qué  bueno! Y  destapamos el espumante La ocasión amerita.-
-Cava, dirás.-
-Pero, ¿dónde estamos?-
-Traé el arrollado y dejen las pavadas para luego, se me hace agua la boca-.
-Este es un barril sin fondo.-
f-Che, ¿y por qué brindamos?¿A ver, Sara? Vos proponés, sos la dueña de casa.-
-Déjate de joder. ¿Querés? -
Bueno si hay que brindar, yo brindo porque los milicos se vayan a la mierda.-
-Yo porque después que se vayan, nosotros podamos volver al paisito y ser felices para siempre.-
-Y yo por el asado que nos vamos a comer en el campo, los tres-.
-Y vos de qué campo hablas.-
-Del tuyo, de qué otro, yo soy un humilde proletario-.
-Sos insufrible.-
-Salud.-
Levantaron las copas y las vaciaron con la urgencia de que se cumpliera el deseo.


                                                             CAPÍTULO III


Hacía cinco minutos que había llegado del trabajo, aún se oía la cister­na recargando, las botas asomaban tiradas bajo la cama y un clima de «ya por hoy es suficiente» reinaba en el ambiente. Estaba quitándose el saco y abriendo la canilla  del calentador para el baño, seguía el hábito de la ducha bien caliente, cuando sonó el teléfono.
Estuvo a punto de no atender, hoy no tenía ganas de hablar con nadie. Pero como siempre le pasaba, terminó yendo hasta el aparato. Arras­trando las pantuflas llegó a la mesita. 
-Sí... diga...-
-Hola preciosa-
-Carlos, sos vos. casi no atiendo tengo una mezcla de "no doy más" con "quiero volver" --¿Cómo andas? -
-Mirá que cura tengo para vos espectacular, encontré un teléfono pinchado. Hablé casi media hora con papá, mamá y mis sobrinos. Colgué porque tenía una pila atrás, que ya empezaban a toser. No hay que ser egoísta-
 -No te puedo creer. ¡Qué suerte!. ¿Hablaste media hora? -¿Crees que esté todavía?-
-Pienso que sí, demoran en detectar la falla, de cualquier forma podés probar-
- Sí ,por supuesto-
-Chau, suerte-
.-Bueno, chau, te dejo. Luego te llamo y compartimos noticias, ¿vale? Ah, qué boba. ¿Dónde está la cabina?-
-En Paseo de Gracia-
. -¿Cuál? -Ah, ya me ubico. Gracias.-
Colgó el teléfono y corriendo fue a ponerse  las botas, desorientadas las pantuflas se miraron de reojo, cambio de planes. 
-Esto no es para desperdiciar, una cabina pinchada, la posibilidad de hablar para casa sin mirar el reloj.- 
De pasada agarró el abrigo y la cartera.
La calle la golpeó. Ya había entrado en su refugio y ahora de nuevo al frío. Además las ciudades de noche, nunca le gustaron. Pero sentir las voces queridas...Valía cualquier molestia. Apuró el paso y llegó a la boca del Metro. Bajó por las escaleras pren­dida del  pasamanos. Tomó el Metro y pronto estuvo en Paseo de Gracia. Subió corriendo. De pronto la prisa la juntó al tropel de gente.Ahora... a encontrarla.Caminó un poquito y enseguida dio con la cola, gente con bufanda, con gamulán, cambiando de pie. Todos esperando en la misma cabina mientras a dos pasos las otras se vaciaban al instante.Es esta, no hay duda.Los tirones del Sur son bravos. Sara se instaló y mentalmente empezó a organizar la conversación. Sabía que pronto tendría dos o tres atrás. No podía abusar.
-Si pudiera hablar con papá. A ver… si acá son las ocho, allá serán las cuatro o las tres, ¿ya habrán adelantado la hora? No, no creo que esté en  casa No quiero que venda el campo. Sería como matar a Santia... 
No, no puede. Ojalá se haya quedado. Sé que a mí me va a escuchar si se lo pido. Tengo que preguntar por Silvia, desde que tuvo el nene no me ha escrito y no sé nada.
Entonces el duende que en Montevideo se había apiadado de los muchachos, volvió feliz a terminar el trabajo. Este era el momento preciso. Juntar a los que tenían las manos vacías esperando al otro. ¡Ja, ahora sí chiquilines! 
-Perdone... ¿Esta es la cabina?-
-¿Qué? -
 Sara se sobresaltó, se había abstraído tanto imaginando la conversación, que se olvidó de dónde estaba.
-No quise  asustarla, me podría decir si esta es la cabina...-
-Uruguayo. Inconfundible el acento.-
Se volvió con la sonrisa pronta al compatriota. Quedó muda de palabra y gesto frente a esos ojos de aguas profundas, el mechón lacio y el cierre de la campera prendido hasta el cuello.
-¿Vos?-
-¿Vos?-
Frente a frente, mientras los otros se quejaban de cómo hablaba el viejo, de los papeles, del frío, del extrañe, de que así no hay quién pueda...
Frente a frente sintiendo que el tiempo no corrió, que eran y no eran los mismos.
Derramando miel de eucaliptus en abismos negros. Hablando con los ojos hasta que los empañaron las lágrimas.
Sintiendo el escalofrío que pasaba de  un cuerpo al cuerpo y los obligaba a acercarse.
-Sara, no es un sueño, ¿verdad. Sos vos...-
La muchacha le acercó los labios y Federico tuvo su respuesta.
-Che... a hacer amorcito a otro lado, eh.-
- ¿ Van a hablar o no?-
-¿Por qué no dejan a los otros?-
Se apartaron y abrazados se fueron a la noche que hoy resultó mágica.
Después de todo, a veces la circunferencia se abre, se vuelve espiral sin principio, ni fin, llena de vida y de amor, aunque solo sea por unos días.


                                                              CAPITULO IV


Los límites del apartamento de Sara se disolvieron por arte de magia.
 Por fin su dueña encontraba un sentido a esas paredes y esparcía por todo el ambiente, su aire de miel. 
Cada cosa ocu­paba su lugar y la risa pintaba cualquier instante.
 Ahora en  la cocina, sonreía y los murmullos del pozo de aire no la perturbaban.
Preparaba la cena y Federico, recostado en la puerta, la acompañaba.
Parecían una pareja de muchos años, como si los larguísimos diálogos que se inventaron en cada día, en los instantes de soledad, hubieran llegado a destino.
La cuchara de madera dio una vuelta completa en la cazuela de la salsa.
-¡Hum!, ¡Qué olorcito a tuco!, Desde que me despertaba los domingos en la casa, y la vieja traqueteaba la cocina, no había vuelto a sentirlo. Es increíble cómo resumís todo. Me has dado todo en unas pocas horas.-
La muchacha lo miró en silencio. Por un momento algo confuso cruzó por sus ojos de miel.
-Qué pasa-
-Me pregunto que dirán tus padres de mí- ¿Me querrán?-
-Te van a adorar como la hija que siempre anhelaron-
-Y los tuyos, ¿me culparán de esta separación por la foto maldita de los tiras? ¡Qué debilidad imperdonable!-
-Vamos tonto, si no te hubiera visto, no hubiera sabido qué hacer con este sentimiento que nadie entendía.-
- Hay tanto por conocer  que el silencio habla-
- Pasemos a lo prosaico
Tallarines al tuco. ¿Es del agrado del señor?- 
La bolsa de fideos quedó a medio camino del agua hirviendo, el beso interrumpió la tarea .
-Te quiero. Así de mía, así de linda, con la vida en esos ojos...-
-Tramposo, lo decís por los tallarines.-
Le hizo una guiñada y  terminó de volcar los fideos.
-Por favor, anda poniendo la mesa. En el primer cajón están los cu­biertos, allí el mantel y en el aparador los platos. No demores que en un momento están.-
El guardaba todavía la sumisión de los años de cárcel, cumplió de inmediato.
-Sara- le preguntó del comedor- ¿puedo llamar a mi compañero para avisarle?-
-Ay, Federico, sólo a vos se te ocurre pedir permiso. Llamá donde quieras.-
Mientras él hablaba, ella daba los últimos toques a la comida
-Hola, ¿Sí? ¿Puede llamar a Omar? Gracias.-
-Che, ¿dónde te metiste?-
 - Cabezón, no sabes lo que me pasó. Me encontré con Sara!-
-¿La Sara de allá?¿El amor del que me hablaste todos estos años? No me jodas-
 - Sí ella, con sus rulos y esos ojos color miel. Igual que cuando me despedí en 18. Me pasaron el dato de una cabina de teléfono Entre un montón me tocó ella delante. No la conocí hasta que dio la vuelta para responderme.Sí, era el teléfono
 Y... te podrás imaginar La locura más linda de mi vida. -
-¡Qué bueno! Si lo ponés en un cuento, te dicen sacalo, porque es demasiado increíble-
-Bueno, loco, te dejo porque tengo delante unos tallarines con tuco, que huelen de maravilla. No quiero darte envidia.
 Viejo,  vos que  me bancaste tantas pálidas tenías que saberlo. ¡Soy feliz!-
-Sin palabras-
Gracias, chau. Después hablamos.
El teléfono se silenció y la fuente llegaba  a la mesa.
-¡A comer!,
-Están  deliciosos!-
 ¿Tu  compañero cayó contigo?
No, lo conocí en el penal. Es un gran tipo. A mí me ayudó mucho. Me levantaba la moral en la celda. Mira, fue por él, que terminé la carrera...
-¿Qué  carrera? Parece mentira sé todo y no sé nada de vos.
-Señora, está usted delante del doctor Martínez, en vías de convalidar el título en España.-
-Sos médico, increíble. ¿Salieron juntos?-
No, a él lo soltaron antes. Pobre, fue bravo porque era libre y seguía preso. Tenía que pedir permiso para todo, para salir del departamento, para esto, para lo otro. Presentarse al cuartel cada dos por tres... El miedo a que un día los encuentres medio torcidos y te metan de nuevo. Una encerrona... Se largó a Brasil y de ahí para acá. Cuando salí yo, me escribió para que me viniera. La historia se repitió y aquí estoy. Los viejos, por suerte, lo entendieron. Sufrieron tanto como yo. A propósito tengo que escribirles, al fin tengo una buena noticia para contarles. 
¡Encontré a mi mujer! Y vos, ¿qué haces acá? No te habrás venido por gusto, supongo.-
 -Yo, es otra historia. ¿Sabes cómo me enteré de tu caída? Por el diario. Hacía días que Santia , mi hermano, no llamaba, ni aparecía por el apartamento; temiendo lo peor, me devoraba los comunicados de las Fuerzas Conjuntas y topé con tu foto. Te conocí por eso, porque para mí eras Rubén Ferrari, de Federico Martínez, nada. 
Fueron días espantosos.-
-Ya lo creo, cuando me iba a la clandestinidad pensé en llamarte pero ya la había embromado bastante. No quise meter más la pata. Tenía terror de que te agarraran por mí.-
-Y me agarraron. Nos seguían. Sabes que tenían una foto nuestra paseando por “18 de julio”. La única foto de los dos juntos y la tenían los milicos, qué ironía.- 
 -Todo por mi culpa. ¿Estabas en el movimiento? ¿te tuvieron mucho? ¿te lastimaron? No podría perdonarme si por mi debilidad te hicieron daño.-
-No, no estaba. Fui y soy demasiado cobarde. Me da vergüenza decirlo, pero es así. Además estuve sólo un día y medio. Me sacó mi tío, que es milico de los verdes, de los arriba. Pero impuso sus condiciones, tenía que irme. Según él, culpa imperdonable, le manché su apellido. Como si fuera el dueño del nombre de los Urquiza. Mis padres tenían miedo. Así que pasaporte, valijas, buscar amigos en España, todo en poco tiempo. Di con mis huesos en Barcelona, ciudad condal. Y de ahí penando vivo.
-¿Se extraña?
-Bastante. Fue lo único que pasé. En cambio otros como vos o Santia que realmente hicieron algo. Realmente sufrieron, vos tortura, cárcel y Santia... quién sabe, Santia.... La voz se le quebró. Federico sintió por primera vez el dolor de Sara, tomó sus manos y la ayudó a sacarlo.-   
-¿Qué pasó con Santia? 
Se hizo el primer silencio ausente desde que se encontraron, ella enjuagaba penas y él repasaba datos.
-Claro, Santiago Urquiza. De algo me sonaba. Cómo no me di cuenta antes.
-¿Lo conoces?
-No, pero el Cabeza me habló de él en la cárcel. Cuando supo tu apellido me preguntó si tenías un hermano. Yo no sabía. Hablamos tan poco. Me contó algo. Creo que zafó.
No te ilusiones. Déjame que lo llamo y averiguo.
-¡Ay, Dios mío!-
El corazón de Sara se detuvo mientras Federico discaba el número.
-¿Cabeza? Yo, de nuevo.-
Qué hacés pelotudo te sale una bien y me llamása mí.-
-No, loco, no. Decime, ¿ te acordás de lo que me contaste en el penal de Santiago Urquiza ?-
-Sí, el canario. Un tipazo.
-Es el hermano de Sara y no han tenido noticias de él desde entonces.-
-Pobre piba cómo estará-
-¿Te podrás imaginar?-
-Creo que está con el grupo que zafó por un pelín.-
-¿Entonces podés coseguir el número?¿Vos lo llamas? Cualquier cosa el número de Sara es el 218 71 77. ¿Anotaste?-
-Tranquilo, esas cosas se dicen enseguida- 
-Gracias, viejo. Nos vemos.
No creo que me mueva de aquí. Pero Sara quiere co­nocerte; venite y tomamos unos mates y hablamos.-
 Nunca había estado tan cerca de la verdad y tenía miedo.
 Federico la abrazó.
-Cree que puede estar por Méjico, o por acá, Holanda, Francia o la misma España... Tiene un amigo, Guillermo Rodríguez, que vive en París y está al tanto de eso. Lo va a llamar y nos avisa. Tranquila.
-Si fuera verdad, Federico, sería un sueño encontrarlos a los dos. Ahí sí, voy a creer en las hadas.

                                                                 CAPITULO V


Este sábado, Sara se despertó temprano, Federico todavía dormía. Despa­cio retiró las sábanas, calzó las pantuflas y fue al baño. Se sentía inmensamente feliz, plena. 
Anoche volvió el duende, por el saldo de una cuenta de cinco años. Quedaba un resto para culminar definitivamente la tarea. En realidad lo intentaron la primera noche. Pero tantos años de cárcel le quitaron las llaves y le cerraron el camino. Sara poco podía hacer para ayudarlo den­tro de su virginidad. Despacio se fueron disipando las sombras y finalmente el sol los encegueció. Ya en el baño frente al espejo, dialogaba.
Si es un sueño, por favor, no me despiertes. De pronto todo se arre­gla.... Si encuentro a Santia...
La sonrisa la hizo atragantarse con el dentífrico.
-Sara.-
-S(, mi amor-. 
-Vení, quédate un poquito conmigo. Soy tan feliz.-
-Ya voy.-
Volvió a la cama y se acurrucó en sus brazos.
-Yo también.-
Quedaron un rato en silencio. Luego asaltaron las actividades del día.
-Entonces le decimos al Cabeza.
-Sí, y a Carlos, a Irene... Tenemos que festejar nuestro casorio.-
-Bueno, vamos a levantarnos. Hay que hacer la compra, como dicen aquí.-
-Un ratito  más.-
-No seas perezoso. Si no, se hace tarde.-
-Toda un ama de casa.-
-Sinvergüenza-
En eso sonó el teléfono.
-¿Atendés? Debe ser para vos. Nadie sabe que casaron a Federico y anda por estos rumbos.-
-Sí, quédate tranquilo en la cama. Bruto vivo, sos vos.
Se tiró de la cama al comedor demasiado llena de sí, para esperar algo más.
Sí Dígame-.
Un silencio Urquiza erizó la piel de Sara
-Voy a decirle algo importarte señorita. ¡Te quiero, enana!-
La voz se le cortó en un sollozo profundo.
Sara quería hablar pero no podía.
-Hola, Sara... sos vos... ¿habla Sara Urquiza?
 Hola...-
-Santia...ay,¡ Dios!-
-Tenía miedo de haberme equivocado.-
-Sos vos realmente. Gracias, Dios mío.-
-No empieces como Mama con los «Dios mío». Cántame cómo estás rapidito que tengo pocas monedas. Recién me habló Guille y bajé con lo que tenía en el bolsillo. ¿Por qué estás en Barcelona? ¿Mamá y Papá están con vos? ¿Por eso no contestaron mis cartas?
-No, yo sola. Estoy bien. Ellos siguen allá en casa. No puedo creer que esté hablando contigo. ¿Qué cartas decís?
-Sara escúchame. Me voy para allá en cuanto consiga vuelo. Estoy en París. El lunes te llamo y confirmo. Tenemos tanto para hablar... -
En eso sonó un pitido.
-Esto se corta... Te quiero, hermanita. Hasta pronto, decile...-
-Santia... se cortó-.
Federico tuvo que colgar el tubo porque Sara soltaba un llanto guar­dado durante cinco años. La sentó, le trajo un té. La mimó como una niña y poco a poco la joven se fue recuperando. 
-Tengo que llamar para casa. Lo sabía, yo lo sabía. Gracias, Dios mío. Mira que dijeron cosas...-
-¿Por qué no esperas a terminar el té? Serán las cinco de la mañana, deben estar durmiendo-. 
-Fede, esto no tiene horario. 
-Tenés razón, toma, limpiate la nariz. -
-Gracias.-
Está llamando.- 
Sí... Mamá.... Soy yo, Sara. No sabes qué pasó.
-No, mamá estoy bien. Loca de la vida. Acabo de hablar con Santia.-
 Se hizo un silencio.
-Sara estás segura, después de cinco años, así nomás. ¿No será una mala pasada? ¡SANTIAGO!
-Claro que estoy segura. Con eso no se juega. Está bien.
-En París. Viene el lunes, creo. Mamá no llores. ¡Está bien...! 
La alegría cruzó el cable. Los abrazó a tantos kilómetros de distan­cia. Los cuatro juntos de nuevo sin importar distancias. Juntos
-Y  yo que sé por qué no se comunicó antes. Hablé sólo tres minutos con él. Dijo algo de unas cartas. Oh, Mamá! Papá...
-¿Cómo lo encontraste? ¿En París dijiste?¡ Hablá muchacha!
Las lágrimas viajaron por el cable pero esta vez eran de dicha
-La cosa fue que encontré a Federico, Federico, mamá. El conocía a un amigo que sabía de Santia. Y le dio mi número de teléfono, el mundo es chico...- Y mágico como tus cuentos-
-¿Entonces está bien?-
-Si, acabo de hablar en este  instante. Todo cambió en poco tiempo-
-No lo puedo creer m´hija. Mis hijos… Soy tan feliz-
- Y yo.Inmensamente feliz. Tengo a FEDE al lado mío, y el lunes viene Santia. Los llamamos enseguida de llegar a casa. Si por Dios, dijo que estaba bien. Bueno, chau.







Al fin la vida les dio el beso

                

En pocos días, cambiaron tanto las cosas, que Sara encontraba lindos hasta los andenes de los Metros. Lejos quedaban los días de contar baldo­sas, de sentirse extranjera, juntar nostalgias. 

H
oy llega Santia, dentro de tres horas voy a abrazar a mi hermano. No, no lo puedo creer. Pensé que lo había perdido, sentí en cada día de su ausencia un hueco inmenso en mí, negué respuestas lógicas, luché por aferrarme a él, que no se fuera. Y hoy, ahora dentro de horas, el tiempo rompe sus andamios y lo abrazaré. ¡SÍ! Hasta que  duela.
 -¿Federico y si el avión se adelanta. ?-
-Sara, mi amor, los aviones no se adelantan nunca, en todo caso se atrasan. Vos lo sabés.-
-Tenés razón.-
Parada frente al vidrio empañado, mirando al pozo de aire, descubrió el círculo trazado  días atrás.
 Parece mentira, cinco años quieta como la bailarina de la caja de música y en un momento se zarandeó todo. Vuelve a casa, siente al olor a campo y hasta el cielo es un cielo limpio, el de sus recuerdos.
Con la mano borró la figura.
 Esto es pasado. Gracias, mi amigo de los trasparentes, volviste en mi ayuda.
Se alejó de la ventana.
En el futuro cuarto de Santia, Federico miraba la foto de la Coca caliente, el primer arreglo de Sara. La sacó del álbúm y colocó en un porta-retrato  aún antes de hacer la  cama.
-Son ustedes, ¿no?-
-Sí, en el campo. Mírame los rulos pegados. Acabábamos de bañarnos en la lluvia.-
-Se los ve felices.-
-Lo éramos. Muy felices. ¡Ah la niñez!-
Con la mirada repasó la habitación.
-¿Creés que le gustará?-
-Por supuesto.-
-Fede, ¿y si el tren se atrasa? Para estar esperando aquí... ¿Por qué no nos vamos?-
-Si vas a estar más tranquila.-
-Sí, ¿vamos?-
-Vamos. Tenés las llaves, los documentos... -
-Sí, todo está en la cartera. Esperá,  voy al baño.- 
-Abrígate. Hace frío.- 
-¿Te parece?-
-Sí, mi amor. ¿Sabés que estás preciosa?-
Los dos, desde el encuentro abandonaron el español respetuoso del trabajo, las tiendas, algunos amigos, para anclar porfiados, en el rioplatense, se sentían en casa. 
Cerraron el apartamento y salieron rumbo a la estación. Durante el tra­yecto no hablaron. Sara iba recogiendo los recuerdos que dejó guardados en estos años.
-Para sobrevivir a cada día. Me  alejaba de la posibilidad de  no volver a verlo. Sabés, éramos muy compañeros.-
-Se nota.-
Llegaron con tiempo de sobra. Sara recorría de punta a punta el corre­dor del aeropuerto.
 Federico al principio la acompañó, luego se sentó. Mejor dejarla.
Cuando el arribo del avión se anunció en los paneles, el corazón de Sara se detuvo.
Federico se levantó, ella se quedó quieta.
-Ya está aquí.-
-Sí, mi amor. Tranquila.-
La tomó de la mano.
-Vamos, a recibir a tu hermano, Sarita.-
-Me llamaste Sarita, él siempre me llamó así, salvo cuando se enojaba o se ponía serio.-
-Ya vienen los primeros pasajeros.-
-Ay, Fede, no lo veo, no vino...-
-Sara...-
A lo lejos una mano se levantó de una campera gris. Sara miró, volvió a mirar. Una barba rubia.
-¿Se habrá dejado barba? El cabello color castaño oscuro. Han pasado va­rios años, debe haber cambiado...
Lo veo más alto.-
 Fede, fíjate en aquel de la campera. ¿Es? Qué boba, si no lo conoces...
 ¡Eh, Santia!-
Detrás de ella, se disparó otro brazo hacia la barba y la campera, desplegó una bufanda. No, no era.
-¡Ay, qué vergüenza! -
--Pareces una niña.-
-Ya no quedan más pasajeros. No vino.-
Al final del corredor, protegido por una esquina, Santiago  sentía que el tiempo era una espiral loca. Veía a Sara, una mujer y una niña, dar vueltas y vueltas, el campo, sus padres, Mama. Todo junto en un instante. Contemplaba sus gestos de ansie­dad, pero no conseguía moverse. La carga era pesada. Al final se repu­so. Pudo absorberla y gritó saliendo de su escondite.
-¡Sarita!-
-Allí, Sara, debe ser aquel.-
-¡Sí! ¡Sí! ¡Está allí! ¡Igualito! Está igualito. ¡Santia, Santia! -
Los hermanos corrieron hacia el centro. El círculo se estrechó en un abrazo profundo. Federico los miraba sonriendo. Luego Sara se desprendió y lo atrajo. Quedaron un instante en silencio, dos Urquiza y un dialogante sin palabras. Lógico.
 
-Santia, este es Federico. El muchacho de aquel viernes, ¿Te acordás?-
-Sí. ¿Cómo estás, hermano? --
-Ahora, bien, contento.-
-Bueno,  vamos a recoger las valijas y nos vamos a casa. Santia, me parece mentira, a  casa juntos como antes.-
 Se rompió el círculo pero los hermanos continuaron abrazados hasta que llegaron.
 Silencios, risas, cuentos, lágrimas subían trenes, caminaban calles, solo el ruido monótono de las ruedas de las valijas sonaba extraño.
Ya en el apartamento Federico los dejó solos y se encerró para escribir a sus padres. Desde el comedor llegaban las voces de los hermanos, a veces  niñas, a veces grandes.
-Debieron interceptar las cartas. Al pasar tres meses sin contestar, dejé de escribir.
No tenía miedo por los viejos, a ellos los dejarían quietos, pero vos eras distinto. Joven, bonita  podían agarrarte, esos hijos de puta....- 
-Papá y mamá revolvieron cielo y tierra.  Una vez llegó una nota. "Santiago está bien. Salió del país" fue un cable para atarles la esperanza. Pero la incertidumbre ganaba siempre  Yo desde aquí hablaba con cuanto "tupa" llegaba. No sabés la cantidad de chantas. Los rascabas un  poquito y ya hacían agua. Pero había que intentar. Correr la voz -
Luego risas, lágrimas, silencio y más palabras.
-El tío Héctor ni te cuento éramos los que le complicamos la vida hasta que salió su nena y ahí le tocó a él golpear puertas-

«....por eso mamá quiero que sepas que estoy con tu duende.  Sara de quien les he hablado tanto, estaba aquí en Barcelona. La encontré de casualidad en un teléfono pinchado, y me devolvió la fuerza y el sentido de la vida. Ya los llamaremos, Les va a gustar. Estoy viviendo ahora en su apartamento...

Viejo, tenías razón, a veces los gigantes dan pasos en falso y caen al abismo.
 Ahora, hay que empezar de nuevo. De lo hecho y lo deshecho juntar.
 Y con saltos chiquitos, como el gorrión, seguir la lucha.
 No nos vencie­ron solo nos enseñaron el camino. 
Hay mucho que hacer pero no estamos tan lejos....»

"Viejitos de mi alma, sepan que lo único que anhelo es volver y abrazarlos, fuerte, fuerte..."





CRISTINA BETARTE.

BARCELONA,   1995