PARTE I    " EL  ALBUM "

                                                                                      

                                                                            CAPITULO I.

-Son los viejos años de andar ligero. Prendidos en árboles verdes, escalar parvas de maíz, años de infancia y cam­po.

 

 

-No los toques. Son los guardianes de los recuerdos. Allí pastan libres, cre­cen.

Lejos.

-No puedo alcanzarlos. Santia, Mama, mis padres, yo, caminamos en ellos.

-Aquí estoy sola. Fija y en movimiento, como la bailarina de la cajita de músi­ca. No puedo volver, no me dejan. No puedo hablar, porque las palabras de hoy, no sirven.

Sólo puedo enseñarte estas fotos. Blan­co y negro de un crecer, nada más.

-En ésta... estamos mi hermano y yo. Fue uno de aquellos domingos de campo, aunque tuvo algo especial. Un buen agua­cero y Coca caliente del almacén. -Cuando nos levantamos de la siesta, oscuros nubarrones mojaban en seco el cielo...


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En enero, el verano ensayaba su fuerza y la tierra mendigaba clemencia.

 Abría bocas, quebrada en la sequía. A la izquierda, el campo mostraba el corle a rape de la trilla. La paja caída hormigueaba senderos a ninguna parte. A la derecha, la tierra marrón en la falta de agua, deshacía terrones mordiendo las semillas.

-La puta, me apuré. Si no llueve, pierdo la cosecha.-

Santiago Urquiza había pasado noches en vela sobre el tractor para arran­car dos cosechas al campo.

Los pagarés se sumaban y el sueño, en zancos demasiado altos.

-     Celia, dame el pajilla y un vaso de agua.

El ceño frunciendo las cejas espesas hundía los ojos color miel en la puerta del rancho. Siesta y tormenta, silencio y calor. Hasta el techo del galpón se apaga para hacerse un hueco en el gris del cielo.

«Capitán» duerme bajo les transparentes. De tanto en tanto espanta las moscas con la cola.

-     Esto está caliente. ¿La sacaste del pozo?-

-     Si Señor. Qué querés, acá no hay heladera. La saqué del pozo, sí.-

Celia, la señora Urquiza, aborrece el campo; su soledad, sus incomodi­dades y todo lo que alambra.

-Una se casa enamorada, con los ojos cerrados, pero pronto te los abren. No quiero que a Sarita le pase lo mismo.-

La hija, había cumplido los seis años y acompañaba a su hermano en lo que la invitara: fútbol, guerrillas, o expediciones a la cañada. El campo era su mundo y le corría por la sangre

 -Sarita. Vamos a bordar. ¡Sos una niña!-

-Voy. Ya voy.-

Y tirada boca arriba investigaba el vuelo de los panaderos. ¿A quién le llevarían su pan?

Tenía los ojos felizmente cerrados de infancia y de verdad.

La siesta encarcelaba a los niños, inmunes al calor, a los aires y los des­aires del campo; en constante cuchicheo.

-     Sh, sh!-

-¿Papá se levantó?-

-     ¡Callate! Dejame escuchar.-

-¿Será la hora?

-     No sé, pero creo que se levantó alunado.-

-Sh, Sh. Hacete el dormido-

Capitán sorprendido por la flor blanca que le cayó en el hocico, abre los ojos. El cuerpo estira la pereza. Se levanta quedándose quieto, pero al fin deja el fresco de los transparentes y va rumbo al jardín. La cola sigue lenta el impulso.

Las paredes huelen calor. El techo se quema en la tormenta. El resplandor asolea el campo.

Desde afuera el rancho tiene su señorío. Sus paredes son de ladrillo, revocadas y pintadas, el techo de chapas de zinc rojo.

Los ranchos linderos son de adobe y paja brava. Pero ésta es la casona de los Urquiza.

Celia pese a que agradecía la diferencia igual anotaba reproches.

-Lo único que faltaba... que me trajeras a un ranchito de barro. Yo siempre viví en casas como la gente, con luz y agua.-

-No te quejes, seguro que hoy estarías más fresca en uno de esos ranchitos como decís vos que en casa.-

-Santiago! por favor, ya es bastante!-

Celia cierra los ojos al campo, al calor, a la vida,...

-¡Niños! Pueden levantarse.

-Dale, abombada, que zafamos. ¡Vamos!

Los ojos de Celia tardan en acostumbrarse al resplandor. Al fin recoge el vaso que el marido dejó en el pozo y se mete dentro.

Vuelve con la cara mojada y las zapatillas en chancletas.

Santia y Sarita salen como un torbellino sin sentir el calor ni el resplandor.

Capitán los recibe con un revoleo de cola un poco más animado.

-       Niños. ¡Qué épocas! Después todo se pudre. Tengo que entrar la ropa, no sea que al fin llueva y se moje.

La ropa, quieta, atada a la cuerda, es gente incompleta, hombres sin piernas, mujeres sin torso.

-Más o menos como yo... Me falta algo...-

Va descolgando de una en una, tironea la mascarada dejándola en trapos dentro del cesto.

-Mami! Si llueve nos dejás bañarnos en la lluvia?

-No sé...-

-       Vamos, no seas mala-

-       Ve remos...

-Bueno...sí, ¡qué pesados están!

-Eh, doña! ¿Necesita algo del almacén?

Juan arrastra la costumbre. El domingo al boliche, llueva o truene, como el caballo arrastra el carro, cada uno por su senda.

-No, gracias.

-Eh!...Juan! la voz de Santiago sorprendió a peón y mujer.

-Tráete unas Cocas, querés. Llevá la libreta, que lo apunten.

-¡Hurra! ¡Viva!

-Coca ¡qué rico!

-Sí, patrón ¿Tormentita de verano? De fija en una hora el sol afuera.

-No seas pájaro de mal agüero que falta el agua.


-A quien le cuenta.

-Adiós. -

-»Que llueva, que llueva...

La vieja está en la cueva...»

Santia aprovecha un descuido de su hermana, le roba la zapatilla y la tira lejos.

Sarita queda en un solo pie como una cigüeña, sobre la piedra caliente.

I .os rostros se asfixian de calor, enrojecen... No llueve.

La lluvia amarrada al gris detiene el tiempo.

Santia se sube al tilo para buscar un aguacero.

El árbol retuerce sus ramas en escasas flores azules pero no consigue el milagro.

-Sarita, no subas a los árboles. Sabés que papá no quiere.

-Sí, mamá. Estoy aquí. ¿Me ves?-

-¿Se viene el agua?-

-      Yo no veo nada-

-»Qué llueva, qué llueva...»_

Lentamente, aún con pereza y poco entusiasmo, la madre prende el mo­tor. Acerca el latón de lavar la ropa a la única canilla de la casa y deja que se llene.

El agua surge prepotente, cristalina y fresca. Agua de pozo.

Se descalza y mete primero los pies.

-¡Qué agradable!-

Luego refresca la nuca, los brazos y la cara. Unas gotas caen sobre la solera. No importa.

-Para lo que van a demorar en secarse.-

-Mami, ¿qué hacés?-

-Me refresco un poco, hijo, el calor me mata. ¡Vení! ¡Vengan!-

Santia y Sara corren presurosos, no habrá lluvia pero guerrilla de agua, seguro.

Capitán se escurre despacito, esas aventuras no son suyas.

Celia se descuelga un balde de agua sobre la cabeza. La canilla sigue su carga generosa. Los niños van a cada instante a recargar baterías.

-Mamá! Santia tira muy fuerte! Es un bruto.-

-Santia! ¡Cuidado con tu hermana!-

Sarita se escuda en dalias, claveles pero el agua siempre pasa, la empapa y hace un barro resbaloso y finito de poquita vida.

-¿Qué hacen? -

Debajo del bigote se pinta una sonrisa mientras se acerca a la mujer.

-¿Te refrescaste? Está bravo y no llueve. ¡Carajo! La tierra está que se parte de seca.-

-      Viste cómo juegan... Niños! ... Ojalá nunca crecieran!

De pronto algo eriza el paisaje, el monte sacude su modorra, los transpa­rentes se inquietan y el tilo infla sus hojitas. La tierra copia al cielo, ju­gando ser mar y vomita con trabajo una nube. El cielo contesta con luces de bengala. Un olorcito a tierra mojada que viene del Sur, refres­ca el campo.

-Se viene.-

-¡Qué llueva, qué llueva…

 

-Sí, aún puede salvarse, ¡qué llueva. 'Vamos agüita!

La vanguardia dibuja círculos cada vez más grandes y más juntos en la tierra.

-¡Viva!

El aguacero los sorprende a los cuatro riendo y victoreando.

-Patrón, el encargue.-

-Gracias, Juan. ¿Te mojaste?-

-Viene bien.-

-Ya lo creo. -

Agarra las Cocas, las destapa con el lomo de la cuchilla que siempre está en el brocal del pozo.

-Servite, Juan, Celia, Santia...

De uno en uno reciben el refresco.

El calor lo endulza y la efervescencia cosquillea en la nariz. Pero no importa es coca y no hay cumpleaños-

E1 padre va dentro y regresa con la cámara de fotos enfoca y un instan­te recuadra unos niños dichosos en una eternidad de papel blanco y negro; con los calzones pegados y la Coca a medio tomar.


CAPITULO II


Esta debe ser del mismo verano. Sí, soy yo también pero disfrazada

Era inventora de historias, de aquellas lindas, con príncipes y con seguro de un final feliz.

Me iba bajo el ombú, junto a los trans­parentes y pasaba tardes enteras.

Era un mundo bajito como vuelo de go­rrión. Y yo volaba... ¡Vaya si volaba! Tres o cuatro polleras, una sobre la otra eran mis alas, el collar con piedras de un día, los tacos de mamá, y...

La tierra planchada con tanto cepilleo de la escoba de chilcas aguarda la historia.

Capitán duerme su segunda siesta en la normalidad de una tarde más. Los transparentes cierran el círculo dejando solo un trocito de cielo. Sara trepada en su árbol hilvana un collar de flores. Está abstraída y cuando se abstrae silba. La chicharra saluda a su nueva compañera.

El bolsito cuelga de una de las ramas y a los pies, los zapatos invitan al paso...

La niña sigue la tarea, humedece la punta del hilo para acertar mejor el centro. Una tras otra, las flores van cayendo. Falta poco.

-Oh, mi señora ¿quién la retiene hoy en la torre?-

 -Llegás temprano. Aún no he terminado el collar.-

 -Para mi dama, las mil piedras de Oriente.-

 -A veces hablás tan raro que no te entiendo. –

 -Digo, mi niña, que le traeré todos los collares que quiera.-

 -Oh, no! Con éste está bien. Ya terminé.-

-De camino me he cruzado con un carruaje.-

-¿Qué es eso?-

-Un coche, mi señora, con dos jóvenes y una dama.-

-¿Eran gordas, tuertas y feas?-

-Sí, si usted lo desea.-

-Eran mi madrastra y las otras. Iban a palacio y me encerraron porque no quieren que el príncipe me conozca.-

-Oh, mi niña, yo la soltaré...-

La tierra gozosa de las historia recibió a Sara. Capitán abrió un ojo y lo cerró enseguida.

-Otra vez empezamos con rarezas, voces extrañas, mejor sigo dur­miendo.-

-Cómo voy a ir al baile tan fea, con estos jardineros no me dejarán entrar -

-Mi señora, pronto tendremos un lindo vestido. Sus hermanastras arderán de envidia.-

La niña da un giro, caen las polleras de Celia sobre los pantalones y la transforman en una princesa. El collar resbala la planicie del pecho y los pies ocupan la mitad de los zapatos.

Un nuevo giro y una luz especial en los ojos de miel iluminan los transparentes.

-Hermosa!, mi niña está realmente hermosa! El príncipe caerá rendi­do.-

-No tengo coche. -

-¿Cómo no? Aquí...-

La rueda del tractor se infla, distiende, pinta maderas, cortinas color rosa, Sara está feliz.

-¿Y el cochero? -

-El perro. Recuerde solo hasta las doce...-

-Capitán! ¡A palacio!-

E1 perro salta con la cola entre las patas y la tierra se relame de gusto.

La rueda se sacude ante los saltos de la niña. Llegamos tarde a palacio.

-Bella dama ¿me concede este baile?-

Los ojos de la niña sonríen, los labios rojo sangre callan.

Baila y baila en un mundo redondito y feliz como vuelo de gorrión.

-Sarita! ¡El baño! Vení!-

Capitán asustado con tanta vuelta, aletear de polleras, agradece el llamado de Celia.

Por un instante todo se suspende y luego se rompe la pompa.

-Voy, mami, ya voy!-

Mira en derredor buscando el bolso.

-Mi señora, aún no son las doce.-

-Pero mi mamá me llama. ¿Mañana vuelves?-

-Por supuesto._

-Chau!-

-Sara! el agua se enfría!-

Una a una bajan las polleras, se aparean los tacos, se oscurece la tierra. Un brazo borronea los labios y el otro junta los trapos en el bolsito de hule.

»Pensar que le regaló un bolso para los mandados y vivimos en la mitad del campo. ¡Qué ridículo!»-

Celia nunca aguantó a Adela, su cuñada, Sara tampoco.

»Mami ¿puedo usarlo para jugar?-»

»Por supuesto, para lo que quieras.»

El conejo del centro ya había engordado de nuevo. Los trapos y los zapatos porfían por salir y seguir de nuevo el baile.

¡Sara! ¡Por favor!-

-Voy! ¡Ya voy!-

Asustada se inclina a controlar la humedad de la entrepierna.

« Mami se enoja, no entiende que las princesas no van nunca a hacer pichí.»

Enla casa la esperan: un baño en el latón esmaltado, el terrible jabón de coco, talco, perfume, solera, sandalias y medias blancas.

La huella del campo se disuelve en un nuevo disfraz. Es que por la tarde Celia quiere a su hija como una niña de pueblo.


CAPITULO III

-Esta, es la casa grande. La primera que hubo en el campo de los Urquiza. Mamá la llamaba «montón de piedras viejas, un tapera vulgar», pero Santia la adoraba. En ella pasaba las tardes de vacacio­nes. Fue él quien quiso guardarla en la memoria de la familia. Tenía cada cosa, con sus recuerdos

Ahí está solitaria y misteriosa... en un cuadrado de papel.

* * *

A unas siete cuadras de la casa, el rancho grande de los Urquiza se moría de viejo. Primero desfondó techos, templó Pamperos y desfloró vientos del Sur. La lucha le costó bastantes galanuras y hoy solo que­dan pocas paredes en pie, camino del montón. Los árboles acostum­brados más al tiempo, con pocas ansias de eternidad, perduran.

La higuera endulza, cada otoño, higos. La acacia amarillea la primavera y la parra libre al fin de tutelaje se derrama gustosa sobre el piso de ladrillo.

-Santia. Lo que tu madre llama «piedras de porquería» fue la primera casa de los Urquiza.-

-Así se quedó, como su bendito campo, seco, sin dar para nada.

Ruinas nomás...-

-Celia, no empieces.-

Los ojos del niño se agrandaban bajo la luz del farol a mantilla, él era un Urquiza, él era ese campo y esa casa.

-Sigue papá. Llegaron a Uruguay dos...-

-Sí. ¿Lo sabes, verdad?-

-Un poco, pero quiero saberlo todo.-

-Dos primos. Venían de los Países Vascos. Compraron el campo y con la terquedad que los define empezaron la batalla. Primero fue el casco grande. Luego de cada cosecha agregaban un trozo.- -Si tenían tanto, cómo quedó tan poco.-

-Porque se casaron. Tuvieron hijos que se pelearon por la herencia y dividieron el patrimonio.-

-Al Tata le tocó este campo, no?-

-Sí, él quería el casco grande y como era el mayor...-

-Como uno que yo sé. Que invirtió todo lo ahorrado en comprar a sus hermanos la tierra. Para qué... me pregunto. Así estamos.-

Celia no comprendía a su esposo, pero Santia, a pesar de su corta edad, sí lo entendía.

Ahora venía la parte de la historia que más le gustaba.

-Estos son otros tiempos, m 'hijo, pero la tierra es la misma. Hizo un pacto de por vida con los Urquiza, mañana será tuya. Tendrás que quererla mucho para llevarla. -

-Sí, papá, lo haré.-

Cada vez que escuchaba la historia, seguía de memoria punto por punto y ratificaba la promesa.

La primera vez era pequeño pero igual la entendió y entendió también por qué quería tanto la tapera.

Cada tarde sin escuela se va con el arco cruzado a la espalda, sus revistas y su incansable necesidad de aventuras.

En la mitad del camino se le suman, el Llanero, Morgan, Tarzán y le cuentan hazañas. Son sus amigos y le ayudan a llevar la infancia que a veces pesa y más ahora que acaba.

-»Porque esta tierra será tuya...».-

-A ver, Juan llame a la peonada que hoy viene la trilladora. -

Pisando fuerte en los ladrillos, cansados del paso fuerte de los Urquiza, ensayaba posturas. Va y viene de un ángulo a otro. Falta algo, falta algo pero qué. .

Ha estudiado a fondo el ir y venir del padre. El tono de la voz, la forma de mirar directa.

-Ya sé, el cigarro.-

Siempre en la mano que señala o en la boca que ordena, el cigarrillo, está presente.

-Por qué no? Sí, ¿por qué? Si es un Urquiza...-

Fue fácil agenciarse un par de hojillas Job.

-Santia, hijo, traeme la tabaquera que dejé en el escritorio, querés?-

En el camino, el libro perdió unas cuantas hojas, que quedaron quietecitas, , en el bolsillo del niño.

Unos fósforos de la cocina... un poco de barba de choclo del maizal.

-La punta que esté sequita- Aconsejó el flaco Ramírez.

-¿Sabés cómo armarlo?_

-Por supuesto.

Claro. No le dijo, las jornadas del mate de la tarde, en que los ojos se pegaban a las manos del padre y las de Juan.-

Es que son distintas formas. Será porque las del viejo son de dedos finos y las de Juan curtidas y gruesas.-

-No sé.-

- Claro, abombada, vos nunca Sabés nada. No sé por qué me molesto en


hablarte. -

Hoy en la tapera todo estaba listo y el muchacho ponía en práctica lo aprendido.

Aquí y allá, la hojilla acuna la barba de choclo, en lento pero seguro vaivén.

Cuando la ve mansita termina de enrollar. Moja con la punta de la lengua el borde, pega.

-Listo, me quedó igualito que los de papá.-

Lo pone en la boca da unas pitadas sin humo, lo pasea de un lado a otro. Prueba a hablar pero el cigarrillo va en picada al suelo.

Vuelve a su  mano lo coloca entre el índice y el mayor refuerza la orden, impostando la voz.

-A ver esas vacas, Juan. -

Está feliz. Vaya si es un Urquiza auténtico. Entrecierra los ojos, acerca el fósforo, aspira con la impaciencia de los doce años. El humo lo asfixia. Tose, escupe.

Se fueron con la cola entre las patas las órdenes, los golpecitos con el meñique, quedó solo un enorme silencio y asco, mucho asco.

Un telón de plomo cerró su hombría. Empezó a patear cuanto cascote había. Se le acabaron los espacios conocidos. Algo hizo un huequito en su alma y ahí anidó.

Las cosas no son tan fáciles.

-“ ¿Será que soy menos Urquiza que papá? A él no lo he visto toser. Debe ser esa podrida barba de choclo. Eso, el Flaco me engañó, no es lo mismo.”-

Las revistas pasaron las hojas para el viento del atardecer. Un remoli­no levantó tierra y se perfiló la sombra de José Urquiza. El niño ca­bizbajo la intuyó. La tapera, su tapera lo rechazó como a un extraño y una humedad de hielo recorrió los árboles.

Había algo distinto, todo estaba cambiado estando igual. El miedo se destapó y salió corriendo, sin darse vuelta y sin ninguno de sus compañeros, Tarzán, Morgan y los demás se quedaron en lo oscuro de lo nuevo.


CAPITULO IV


-Mirá quien apareció. Te presento al abuelito de la tapera.

-No, no era mi abuelo, pero Santia lo llamaba así. Creo que en realidad era nuestro bisa o tatarabuelo. De mi abuelo, Héctor, solo me queda hielo en los la­bios. Me quedaron fríos por días ente­ros, aún hoy se congelan al recordarlo. Fue la primera muerte que tuve. La vi en su frente fría y dura, en la sábana blanca que lo cubría. Entró en mi infan­cia y borró todo, Pobre abuelo, se quedó en la nada.

-José, «el abuelito de la tapera», era distinto. En las noches de verano sus historias se paseaban por los sillones. Su porte dominaba la sala de la casa de Mama.

Alto, fuerte, la mano apoya el bastón.

-Yo lo veía calentito en su casa. Sentado en su sillón, Santia porfiaba que vivía en la antigua casa de los Urquiza, o sea en la Tapera. Por eso lo llamaba así.

-Ya me llenó la casa de porquerías el mocoso-.

Mirá esos dibujos espantosos, puro tetas, puro músculos, con leyendas.

¿A quién se le ocurre?

El viento desafiaba al viejo hojeando las revistas que Santia abandonó.

Sus historias infladas de piratas, princesas, plagadas de aventuras.

Las espía por el rabillo algo picado, mientras sigue su responso.

-Compadre el mocito. Bueno, con lo que lee...

Qué tiempos son estos?Uno no entiende nada. Ni merece la pena tampoco.

Fumarse un cigarro de barba de choclo, toda una aventura. Atorarse y encima alunarse. No te digo!, en fija que cuando me vio, corrió con mamita. ¡Qué tiempos!

El bastón hunde en el pasto el puchito de Santia, aquieta las revistas. Las historias repetidas del viejo ahuyentan al viento. Lleva años en la misma. La Tapera se amansa. La noche la hace casa de nuevo.

El bastón dibuja a cada recuerdo su sitio.

El bastón...un adorno para el porte de Don José, derechito en sus 76 fijos e interminables años.

-Juana, ¿vendrás? ¿Me acompañas? Hay una hermosa noche, tu sillón se hamaca junto al mío, como siempre.

Se sienta, apoya las manos en el pomo del bastón, mira hacia arriba. Suspira. Solo.

-Tiempos eran los míos...Cuando yo era gurí, nos íbamos haciendo solitos a fuerza de golpes.

Al Tata, de usted y cabeza abajo. No se tomara como una falta de respeto. Yo le tenía miedo, era bravo don Héctor Urquiza.

Tengo patente el día del rosillo. Clarito como si fuera ayer.

Yo andaba embromando por los potreros con los baldes de la ración. -El rosillo no se monta. Me lo deja quieto. Aún tiene sus mañas, anda rebelde.

-Sí, tata.

Quedó solo en el potrero. La verdad, nos quedamos. Él no se movió, yo no me moví. Frente a frente. Dejé caer los baldes y los brazos se me estaquearon inútiles al costado del cuerpo.

No comió, me miraba. Juro que me miraba desafiante.

Era precioso, el lomo y la boca vírgenes de silla y freno. Tanto orgullo en un animal.

¡La puta!

El campo se abre. Me invita a galopar. Sé que hay otros pero aquel...

-Así que somos retobados. Le hablé, pero no quería palabrerío. Debí haberme dado cuenta. Era una puja. ¡Qué pingo! Fue en el potrero sur.

Por respeto, no le puse el cojinillo,...le acaricié el cuello. Estaba solo. Estábamos frente a frente. El diablo me ganó el cuerpo. Lo monté a pelo, limpito, prendido de las crines. ¡Qué sensación! Pero duró poco el contento, yo era un crío, él era un hombre.

Relinchó, me dio el gusto de un galopito, se paró de manos y yo a tierra.

¡Qué golpazo! La puta! todavía me duele.

Era un riesgo y la jodí, qué vas a hacer. La cosa fue cuando quise levantarme.

La pierna temblaba hueso y yo andaba sangre.

Hay que joderse, me quebré!

Y en el suelo, quieto para que no me doliera, pensaba en el Tata. Le había desobedecido. Me esperaba una brava. Me demoré un rato tratando de esquivarla, pero no había otra. Grité con rabia, con miedo y de dolor.

»Mamá, mamá!»- En el fondo tenía la esperanza que viniera ella. Siem­pre un poquito lo calmaba. Pero no había nada que hacer, aquel día no era el mío y ahí estaba él volviendo al tambo. Recto, duro... Una mirada le bastó. No abrió la boca. Tanteó el rebenque y...

Tuve un momento de debilidad, lo confieso, probé:

-Tata,... yo...

-¡Cállese!

Y       ahí nomás levantó el rebenque y sobre la quebradura castigó la desobediencia.

El rosillo quedó al costado, acompañando. Al fin y al cabo, era cosa de hombres...

Y       ahora este mocito me viene a desordenar el mundo con cigarrito de barba de choclo, ¿no te digo?

El sillón hamacaba impertérrito la sombra del abuelo que decidió no irse si Juana no lo acompañaba.

Se quedó en la casona pensando que un día su alma atracaría en él, cansa­da de tanto santerío.

Juana no era de esas «comehostias», beatas de cartón. No señor, era buena de verdad y un día lo perdonaría.

Y       ese día de su mano se iría al silencio, la nada o lo que hubiera detrás.

-      ¡Qué joder!-

Bajo el mismo cielo sin luna que trae al abuelito sus esperas, Sara, senta­da en el banquito, descifra las estrellas.

El perro lo acompaña, con imperceptibles golpecitos del rabo, al fin de cuentas el tema no es suyo. El, lo único que hace es llorar un poquito hacia arriba y no siempre.

Santia, tirando aún de la tarde, escarba la tierra. Hubiera jurado, que en la tapera, había alguien, una sombra,... algo. Todo se puso distinto era como si no fuera mío y el frío....

Los padres otra vez metidos en sus silencios alejaban la noche.

Trifulca de nuevo, lo que faltaba.

-Santia, allí están los Reyes Magos, ¿no? ¿Las tres juntitas?-

-Son las Tres Marías.-

-Pero si ayer me dijiste que eran las de los Reyes...

-      Uf! qué pesada, nena, los Reyes viven en las Tres Marías. -

-Todas aquellas estrellas forman la constelación de Orión. Santia, explícale bien a tu hermana, que es chica pero no boba.-

-¿Eso qué es?-

-Un grupo de estrellas.-

-Ahí-

-Los antiguos decían que Orión era un gigante que se paseaba por el cielo.-

-¿Y no se cae?-

-No. No ves que son estrellas. Aquellas forman el puñal. Allí y más arriba están las del hombro.-

-¿Pero... que son las estrellas?

-Soles, son soles que brillan distinto al nuestro, porque están más lejos. -

-No entiendo nada, porque Mama me dijo que Tata se murió y se fue a vivir a una estrella.-

-Si lo dijo Mama...-

-Entonces son casas del cielo. -

-      Puede. -

-Allí están el niñito Jesús, la Virgen María, San José...-

-Así dice el catecismo._

-Ah, y nos iremos todos un día, como Tata.-

-SÍ-.

Santia empieza a molestarse. Demasiadas dudas Ya tiene bastante con las propias.

-      Santia. -

-¿Qué?-

-Y no volvemos nunca, nunca...-

-No.-

-      Entonces no me muero. La muerte no me gusta.-

-Callate, no hablés de esas cosas, querés. Sos muy chica.-

-      Capitán y yo nos quedamos ¿vos?-

-Sara no seas boba. Callate.-

-¿Por qué? Las estrellas son altas, frías y no valen nada.-

Lo que pasa es que sos muy chica y no entendéis, ya entenderás.-

 -Te digo que no quiero.-

-¿Qué andan murmurando ustedes?-

-      Hablamos de las estrellas, mamá. -

Es hora de dormir. A la cama._

Un poquito más, dale...-

Ya escucharon a mamá. A dormir. Venga, dele un beso a su padre.- Sara se levanta despacio, guarda el banco, va junto a su padre con un abrazo y un beso.

Hasta mañana, m’hija.-

Papi, vos también te quedás, porque yo te quiero mucho.-

Esa noche lloró sueños de casas blancas, donde su abuelo se moría de frío.


CAPITULO V


-¿Mis padres? ¿Importa?

Cuatro palabras limitaron siempre sus espacios: silencio, campo, palabra, ciu­dad.

-Mira, acá estoy bordando. Esta foto, debe haber sido antes de irnos al pueblo. Cla­ro, todavía no iba a la escuela. Bien de mamá... medias blancas en el medio del campo... Sabes, nunca se acostumbró a vivir allí.

 * * *

Sara sonríe su vacío de dientes a la cámara. La sentaron en el banco relampagueando blancos: medias, solera, cintas.

Impecable parece una niña en su fiesta de cumpleaños.

-Vamos Sarita, incliná un poquito la cabeza. Sonreí. Las piernas, cruzá las piernas como una señorita ¿A ver? ¡Estás preciosa! Uno, dos, tres...A ver el pajarito... Ya está.-

-Esto me pica, ¿me puedo cambiar?-

-No. Ya estás bañada. Tenés que acostumbrarte a vestir como una

niña.-

-Tengo calor y me pica.-

-Sara, ¡qué impertinente estás! ¿Yo ando de jardineros? No! Bueno, yo también tengo calor y me aguanto. Además es un vestido precioso. Tu prima casi no lo usó.-

- Porque pica.-

-Qué manía le has tomado, eh? Estás monísima.-

-Pero...-

-¡Basta!-

-Mamá ¿puedo jugar con Santia?-

-No, es la hora de la labor.-

Celia levantó la cámara, con cuidado la dejó en la caja y entró con su paciencia en la casa.

-¡Qué cosita! Esta no puede negar que es una Urquiza.-

Volvió con el costurero, la carpeta, Sara ya se había ido.

-Pero...¡no te digo! ¡Sarita!-

-¡Voy!-

La voz llegaba de fuera de su espacio.

-¿No estarás en el monte?-

-No... Ya voy!-

Llegó sofocada en medio de su propio torbellino, ancló en el banco junto a su madre.

 

-Vamos a bordar. ¿A ver tus hilos, tu carpeta? -

Una cajita de zapatos enseña un lienzo estrujado y en una madeja de todos colores se entreveran los hilos.

-¿Mamá no te enseñó a colocarlos así en un cartón?-

-Sí-

-¿Y entonces?-

-Me olvidé. -

La madre empieza a ordenar de uno en uno, los hilos, las agujas, estira el lienzo.

-Ahora sí. Enhebra la aguja con azul.-

-Sí, mamá. -

Sara humedece la punta del hilo y a la cuarta intentona, lo logra.

-Mamá...-

-¿Qué?-

-¿Me contás un cuento?_

-No sé. Mi princesita estuvo muy «picona» y desobediente hoy.

-Dale... por favorcito...

A Celia le encanta soñar historias junto a su hija, así que como con hilos va bordando con palabras.

-Bueno... En un lejano, pero muy lejano país...-.

Las manos de la hija se aquietan en la falda, la aguja cae al suelo sin haber llegado a destino. Ni una sola puntada.

Sara no se inmuta, anda muy lejos, viajando por el país de los cuentos.


CAPITULO VI

-Sabes, Papá no hablaba y parecía que no sentía nuestra infancia, como otros pa­dres, pero la comunicaba de otra forma. -Estas, las tomó él sin que nos diéramos cuenta. Guardó nuestros juegos para siem­pre. Santia va corriendo rumbo a su tapera y yo estoy junto al ombú jugando a las panaderías. De jardinero, llenita de barro.

* * *

Ese día hubo dos amaneceres para los niños

Santia se levantó temprano. Su madre lo encontró en la cocina, con el jopo hecho, vestido y una rara decisión en los ojos.

-Buenos días. -

-Buen día, m’hijo. ¿Madrugamos? En un momento te preparo la leche.-

Sopló con cuidado la nata de la leche recién hervida.

-¡Qué asco!-

Colocó el colador sobre el tazón. Leche café y azúcar.

-Pronto. -

El muchacho acercó el tazón, bebió de un sorbo y sacó una galleta de la bolsa del pan.

-Chau, mami. Estoy en la tapera.-

-Pero terminá la leche, comé un poco de galleta. ¿Ya está? Por Dios ¡Qué apuro!-

-Chau, un beso._

Agarró el palo. Tenía que hacerlo. Era un Urquiza, ¿no?

En la cocina la madre aprontaba despacio el mate dulce.

-¿Qué le pasará a Santia? Está raro-

E1 problema era lo que vio en la tapera, sumado al fraca­so del cigarro.

-¿Era una sombra o un hombre? ¿Seguiría siendo su refugio o el lugar extraño que se pintó ayer?- Sentía frío en los huesos, pero no más preguntas.

Los teros le volaban raspando casi la cabeza de ideas locas como su vuelo.

-Aquí estamos. -

Respiró hondo y le entró todo el aire de la mañana. Aseguró el palo y cruzó el alambrado. Ahí estaban las revistas hu­medecidas de rocío, el arco, las flechas…Pero no se veía

nada más.

-Ya sé. La caja con mis cosas.-

Enderezó al escondite. Intacto. Nada había cambiado des­de ayer, sin embargo, todo era distinto. Buscó sin encon­trarlo el puchito, solo tierra removida. Subió al árbol y se quedó pensando un rato.

-Que lo vi, lo vi. Estoy seguro y no era un caminante.

Parecía un viejo de bastón.

Imposible, pero juraría que es lo que vi. ¿No sería la sombra de un Urquiza?

Tengo que preguntarle al Flaco si sabe alguna historia de aparecidos por aquí.

Sara, en cambio, se había levantado a las diez. Humede­cida aún de sueño, fue al encuentro de su madre.

-Hola, mami.-

-Buenas. A lavarse la cara. Y traeme la peinilla para sujetar esos rulos.

La madre secó las manos en el delantal y volvió a la olla de leche. Sirvió la tacita, untó una galleta con manteca, la espolvoreó con azúcar y colocó todo sobre un mantelito de hule.

La niña llegó, se sentó frente al desayuno. Comió el pan. El café con leche empezó a languidecer.

 

-Sarita, no empecemos. Vamos, de un buche._

-No me gusta._

-No me hagas enojar-

-Está frío.-

-De un buche._

-Ya va.-

- ¡Vamos! -

Dejó el boniato a medio pelar y enjuagó las manos en la palangana. Cuando las estaba secando en el delantal, Sara cerró los ojos y tragó la leche.

-¡Qué asco!-

-Que nunca te falte. Siempre la misma historia. Vení que te peino.

-Mirá cómo tengo las manos. A la miseria. -

La niña recién peinada contemplaba las manos de la madre que se afanaban con una mitad de limón.

-Mami, ¿eso para qué es?-

-Para sacarme las manchas. ¡Qué vida Dios mío!... Si yo hubiera sabido... No soy yo...la que...-

-Chau, me voy a jugar.-

Tomó el balde con la mitad del agua y se fue rumbo al ombú.

-Hoy tenemos que hacer panes, bizcochos y una torta de cumpleaños. -

Las manos completaban el contenido del balde con tierra y pronto hubo un barro generoso al juego.

Sobre las raíces del ombú se depositaban flautitas de pan negro, galletas...

-Un momento señora, ya la atiendo. ¿Qué desea?-

-Un kilo de pan.-

-Bien... ¿algo más?-

-Una torta de cumpleaños.-

-Ya la hago.-

Las manos diestras formaron los círculos adornados con sombreritos de eucaliptos y espuma de jabón.

¿Cuánto es?

-Todo son cinco reales.-

 

De un lado a otro completaba el diálogo.

-¡Sarita! Llámame a Santia. Tengo que probarle la túnica.

-Voy, ya voy..._

Secó las manos en los jardineros y corrió rumbo a la tapera.

A medio camino entre la casa y la tapera, Santia vio que venía Sara comiendo

¿Y ésa que quiere ahora?

-       No entrés. ¿Qué pasa-

-Dice mamá que vayas a probarte la túnica-

-       Ya voy andate-

-       Santia, por qué no vamos un ratito a la cañada a jugar. -

_ No andate, ya voy-

Con cuidado de no dejar un poquito de valor, bajó del árbol, recogió el palo y echó la última ojeada.

Nos vemos esta tarde-

A la salida era más fácil el desafío

-       Tal vez es un asunto de horas-

Se encaminó a la túnica de 6o como el delincuente frente al juez


CAPITULO VII


-¿Qué si éramos compañeros?

-Mucho, y más en la medida que crecíamos y él dejaba de tratarme como a una enana molesta.

-Santia, ¿otra vez a la tapera? Te vas a volver ermitaño. Solo, en ese montón de piedras de porquería.

-Me voy.-

-Esperá, quiero hablar contigo...de tu hermana... de la escuela.-

 -Luego, ahora no puedo. Tengo que ir a buscar las revistas antes que se haga de noche.-

-Pero... no te digo. Se fue y me dejó con la palabra en la boca.

Anda más raro... Este es Urquiza, no hay duda, igualito al padre.

¡Qué cruz llevo!-

Rumbo a la tapera el muchacho marcaba estrategias.

-Antes de que llegue la noche. Lo prometí. Volver y esperar a la hora de ayer.-

E1 atardecer palidecía la decisión y echó mano de la honda.

-Por si acaso... Bueno. Aquí estamos.-

La orejeó en el contorno; nada, la sombra de los paraísos tragaba el campo.

-Vamos.-

Cruzó el alambrado y cada montón de cascotes guardaba su ruidito particular; la piel se erizaba al escucharlo. Era demasiado. Derrum­baba la mayor fortaleza.

-Cumplí.-

Se agachó, juntó las revistas, la honda y justito cuando tomaba el impulso... Ahí estaba. Alto, orgulloso, un bigote blanco, apuntándo­lo con su bastón. ¡El viejito de ayer!

Se quedó, no por determinación sino porque no lograba mover un músculo.

-¿Usted quién es? Pero... si es el mocito del cigarro. ¿Qué hace en la casa de los Urquiza?-

-Yo, yo...

-¿Le comieron la lengua los ratones o no sabe hablar? Tanto albo­roto y es una caquita parada. No te digo...-

E1 abuelo empezó a reírse y la fuerza se le iba en la carcajada, quedó en voz; luego en nada.

El muchacho quieto no logró moverse ni hablar durante eternos se­gundos. Cuando se dio cuenta estaba en casa frente a Celia.

-Se puede saber qué te pasa.-

-Nada mamá. Voy al baño.-

-Santia Vení enseguida.-

-Esperá.-

-Tendré que hablar con el padre, está creciendo muy rápido.

En la tapera el abuelito se arrepentía...

-Era sólo un crío. ¿Qué hubiera hecho yo en su lugar? Soy incorregi­ble, por eso Juana no me perdona.-


CAPITULO VIII


-Por favor. No me preguntes por San­tiago. Para ti es una historia, para mí es vida pasada, vivida y esperada. No quiero hablar de eso...

-Aquí está la foto de Mama con los nie­tos. En verano íbamos siempre.... Noso­tros. . . . Mis primos,. . . ¡Qué tiempos aquellos!

Cae la tarde en verano y las casas se abren despacio del sopor al fres­co: las ventanas, las celosías y el zaguán. Un aire de todos los tiempos pasea sus momentos y sus recuerdos por el pueblo.

Los Urquiza todas las noches cumplen el mismo ritual. Sacan las sillas y sillones acordonando la vereda. El de hamaca de mama, a la derecha.

-AY, qué día! Menos mal que ahora corre un airecito. Mirá cómo tengo las piernas!_

La tía Estela a la izquierda.

-Niños dejen pasar!-

El resto, frente al zaguán. Los nietos en los escalones de mármol o


Desparramados en la calle entre la rayuela, la escondida o la mancha. Celia se llevaba muy bien con su suegra y disfrutaba como nadie esos momentos de tregua. Sentada en la silla contemplaba la gente que pasaba rumbo a la plaza.

-Aquí se vive...-

-Claro, como a vos no te gusta el campo.-

-Mamá, Mirá Esteban, no nos deja jugar. -

- ¡Esteban!-

La voz de Mama adelantó la de Estela. Debajo de su dulzura, de su eterno medio luto se escondía una mujer fuerte.

Enviudó joven y sacó adelante, tres varones y una mujer de todos los naufragios posibles de infancia y adolescencia. Después ya eran grandecitos.

-Mirá la muchacha de Sánchez. Le va calentando la espalda. No se va a escapar, no, la lleva bien amarradita.-

-La pobre es medio livianita. Cambia de novio como de camisón.-

 -¡Qué lengua!-

-Es que ahora no hay decencia. Yo me quedé sola con tu padre, que en paz descanse, la noche que nos casamos. En cambio ahora, querida....-

 De pronto el abanico se agita con prisa para calmar la sangre que arrebata el cuello y el rostro.

-A mis años sigo con esto, ¿hasta cuándo ?_

Los ojos se encienden de vergüenza y recuerdos.

 Dentro algo le sopla: « ¡Pero qué noche!» y el abanico se acelera.

Sus nietos organizan el asalto de mañana.

-Hay que esperarlos en la esquina.-

-Santia, Mirá que son muchos.-

-No seas maricón, nos la deben, ¿no? Llamó a los López y nos organi­zamos. -

Las niñas sentadas en los escalones hablan bajito frente a los mayores, de cosas que los mayores no les cuentan.

-Te digo que vi a mamá enjuagar las toallitas. El agua estaba roja.-

 -¡Uf, qué asco!_

-Me dijo Susana que todos los meses te enfermás.-

-¿Dolerá mucho?-

-Seguro.-

-El otro día escuché a Juan hablar a Santia de aparecidos... Me dio un miedo...-

-Sí, el de casa...Que decía cosas de la tapera y cosas raras.-

-¿Sabés la historia de la bruja embotellada?-

-No.-

-Es alta, huesuda, tiene un solo diente, las greñas le caen hasta los pies..._

-¿Tiene sombrero picudo como los cuentos?-

-No, es una bruja de campo. -

-Ah, en casa no andará...-

-No sé, lleva un botellón para encerrar a los niños. Se mueve con el viento.-

Ester siempre dominaba a Sara con esas historias. La fascinaban tanto como atemorizaban.

-A casa no irá, estoy segura. -

-No sé... como es invisible... Yo por las dudas llevo siempre la cruz. Si se la ponés delante y te hacés el nombre del padre se va. Si no, la quedaste.-

-Sabés, no te creo. ¿Te pensás que soy boba? Ni un poquito así, te creo.-

Las manos de Sara buscan en el pecho la medalla que Celia guardó en el cofre para que no se perdiera.

-Te asustaste, te asustaste.-

-Ya te dije que no.-

En lugar de la medalla otra cosa salta, el corazón.

La calle, de a poco, empieza a vaciar sillas y conversaciones. La niña espera lo peor: la hora de acostarse. Sola. Sin cruz ni nada que se le parezca...

-Mama tiene colgados cuadros de vírgenes en el dormitorio, ¿valdrán lo mismo? ¿Quién le pregunta a la agrandada ésta?

-Celia, Estela, ¿No es hora de acostar a los chicos?

-Sí, Mama. Vamos niños ya escucharon...

-A la cama. Un beso a la abuela.

De uno en uno van desfilando sus buenas noches. Sara ruega despacio.

Que Santia se acueste, que Santia se acueste...

Sarita, te acompaño a desvestirte.

El camino se hace eterno...»que se acueste»...

Santia, hijo, ¿te acuestas?

El corazón se para...

Termino primero el ludo. Después voy. Todavía es temprano, que se acueste la chica.

Los escalones se hacen eternos y la puerta del dormitorio, un puente desconocido. Al fin llegan. El sopor del día se guarda en el cuarto.

¡Qué calor hace aquí! Qué boba. Me olvidé de abrir las ventanas.

 Las cortinas se corren y dan paso a una noche estrellada. Celia abre las camas, dobla la colcha y cuando se vuelve, Sara ya está acostada.

¡Qué rapidez! Bueno un beso a mamá. Hasta mañana que sueñe con los angelitos de alas doradas y velos de tul.

Hasta mañana, mami.

-¿Hiciste pichi?

Sí, ¿te quedás un ratito?


-No, la abuela me espera. Ya somos grandes. Eh...Hasta mañana…

La voz se pierde en la escalera dejando a Sara sola frente a un cuarto caliente, un cielo con mil estrellas en las dos ventanas y un airecito que empieza a mover las cortinas.

-Ester dijo un viento frío... que se hacía invisible...

Primero se tapa con la sábana hasta la cabeza, después se sienta en la cama. La cortina ya anda sola por el cuarto volando en escoba.

-En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santito.

Se estira para prenderse del cuadro. Muy alto.

-Esos son pasos. Ya viene... ¡Mamááá!

Salta corriendo desesperada y tropieza con Santia.

-¿Qué bicho te picó? Vení, no seas abombada. ¿Qué pasa?

Sara quiere hablar pero no puede, se abraza al hermano.

-Bueno, no pasa nada, no seas chiquita, no pasa nada...

-La bruja... Ester... el botellón...

-Esa mongólica de nuevo con sus historias. Mañana me va a oir. Son todas pavadas. Se aviva porque es más grande. Ya escuchaste a papá, no hay brujas ni luces malas ni aparecidos.

La voz se apaga ¿No hay aparecidos? ¿Y en la tapera? ¿Qué pasa con la sombra del viejito?

Más fuerte...

-Dormite. Ya estoy con vos.

-Mañana me contás la historia del viejito.

-Mañana, dormite. Eran inventos míos.


   CAPITULO XI

-Te equivocas. Yo no hablé de «aque­llo». Esos tiempos me quitaron todo... Me fijaron.

-Aquí están las fotos, en este álbum. ¿Quieres que siga? No avanzaré un paso más de su final. Entiéndeme. No puedo jugar con el vacío y la esperanza.

La casa de Mama....

A las ocho de la mañana el patio huele a limpio; a la tierra húmeda de las macetas.

El toldo se corre a la mitad, el balde descansa sobre el aljibe y las baldosas relucen.

Bueños días. Permiso ¿Cómo anda doña Ángela?

Elcanasto repleto de pan y bizcochos se abre paso del zaguán a la cocina.

-Buenas... ¿Calor, no?

Estamos en época. ¿Cuánto dejo?-

-Lo de siempre, tres de pan y dos docenas de bizcochos-.

-Comen los nietos...-

-La prole es grande.

Hasta mañana.-

-Hasta mañana, doña. ¿Muñeca, me dejás pasar? Permisito...-

Con los ojos pegaditos de sueño, llega Sara a la cocina.

-Buenas.-

-Que sueño tiene esa niña. El viejito de los sueños puso mucha arenita -anoche.

Celia va rumbo al primus a preparar la leche.

-Mama, ¿me das un mate?-

-Está frío, hace rato que terminé.-

-No importa, uno solito.-

-Sara, deja tranquila a tu abuela. Primero la leche.-

-Ya escuchaste a mamá. Después te doy-.

Los ojos celestes relampaguean un guiño de complicidad mientras tantea el termo y mueve la bombilla.


-Lista, riquísima.-

El estómago de Sara odia la leche y Sara odia que la obliguen a tomar­la, pero frente a MAMA NO HAY REMILGOS.

Cierra los ojos y la bebe de un sorbo. Cuando los abre el mate espumea un agüita verde.

-Servite un bizcocho.-

Mama acerca la panera y Sara elige la mantequilla con crema.

-Esto sí que es rico.-

-Ah, picarona.-

Pronto la cocina se transformó en un ir y venir de tazas, de manitas a la bandeja con los bizcochos. Planes, recetas y conciliábulos alternaban pacíficamente.

Luego los planes se fueron a la calle, las recetas a limpiar las habitacio­nes y los conciliábulos a jugar al fondo.

-Parecen pirañitas. Los ponés y zas! en un instante vacían todo.

Dios los conserve-.

Las manos grandes de uñas rentes y acanaladas van en busca de la normalidad. Juntan tazas, quitan migas, doblan servilletas.

-Hoy va a hacer más calor que ayer. Ya estoy sudando. Voy a abrir la puerta para que corra aire.-

Prolijamente acomoda los aros de la cortina para cubrir la abertura del sol.

Santiago cabizbajo, sentado en el piso del patio sostiene una revista sin abrir.

De refilón la abuela lo ve.

-Humm... Deben de ser cosas mías, pero huelo que algo no marcha...

Lo pasa bien en la casa de Mama. Manda en la pandilla, saborea los bizcochos y el pan fresco... Le encantan los pamentos de la abuela cuan­do se lastima, pero hoy la cosa no marcha. Extraña la tapera, quiere estar solo. Hoy papá se fue tempranito.

-Che, Santia, te juego a la Troya. Mamá me compró bolitas nuevas.

-No tengo ganas. Después

Las manos quedan a mitad de camino entre el fogón y la olla. Las seca con el delantal.

-Sabía, lo sabía. Algo anda mal.-

-¡Santia, m’hijo!-

De pasada toma la pantalla de la repisa.

-¿Qué Mama?-

-Esperá, ya voy.-

Han corrido el toldo. Se está más fresco que en la cocina.

-Ay, Virgen Santísima, estas piernas! ¿Santiaguito?-

-Aquí estoy, Mama.-

-Venga, m’hijo.-

El trenzado de mimbre del sillón se corva frente al peso y la pantalla oscila en la mano juntando aire.

El muchacho se acerca receloso, va repasando qué pudo hacer. La Mama no llama por pavadas. Justo hoy. ¿Me ha­brá escuchado con Esteban?

-Ayer hablé con tu padre...

-Zafé, la cosa viene por otro lado.-

... del problema de Sara.

-¿Qué pasa con Sara?

-Que cumplió los seis y debe empezar el colegio.

-Ah... (Por ahí van los tiros...)

-No puede ir a tu escuela.-

-¿Por qué? Yo puedo.

De eso se trata, tú eres un hombre, vas a caballo, ella es una niña.

- ¿Y qué?-

-Santia, no pretenderás que vaya a caballo...-

(Los ojos celestes se endurecen)

Bueno, yo... No. Tenés razón... Querés decirme que hay que dejar el campo... pero yo quiero el campo, quiero mi escuela, ahí tengo todos mis compañeros... yo...-

-Hijo. Si la vida fuera todo lo que queremos sería muy fácil. Pero no es así y debes prepararte. Además, un Urquiza siempre está en el campo, lo lleva dentro. Ese es el secreto.-

-Sí, Mama.-

De nuevo esa sensación de vacío anidando dentro. Tendría que sentirlo verde... si es un Urquiza...

-Ya te has hecho un hombrecito. Creo que ha llegado la hora que te muestre algo. Ayúdame a levantar.-

El hombro del nieto bastonea las piernas de la abuela. Son las diez de la mañana y ya tienen la misma anchura desde el tobillo a la rodilla.

A paso lento van al dormitorio.

EI cuarto de Mama era un santuario, solo los iniciados entraban. Podía guardar desde un caramelo o si estábamos cerca de cumpleaños un bombón, hasta el sermón que duraría una vida.

Las paredes alternaban fotos de viejos, de niños, con

Crucifijos y cuadros del Sagrado Corazón.

-Míralo. Si es la pinta del tío Fermín.-

Los nietos hurgaban en los rostros descoloridos manchados de humedad, buscaban parecidos. Nada, sólo estar cerca en la pared.

(-Creo que la caja la puse en el estante de arriba-)

(Bien que podría ir en el petizo, bien peinado, Graciela va muy contenta en el suyo)

El espejo de las puertas del ropero abre una imagen a dos tiempos: la abuela con su batón de medio luto, el delantal prendido con una alfiler de la pechera, los brazos de pulpas flojas caídas hacia abajo y el nieto, con su jopo de gomina, la camisa de manga corta, el pantalón a la mitad de las piernas musculosas. Las imágenes que duran un segundo y se van a otro rincón del cuarto. La abuela saca con dificultad una caja de zapatos que mantiene en lo alto como el cura el cáliz.

-Aquí ésta. Vení, sentate.-

-Sí.-

Envuelta en papel aparece una gorra de vasco. Las manos gordas se vuel­ven palomas sobre la prenda, son niñas, sobre el paño azul. Vuelan libres de tiempos y de muerte, como los recuerdos.

-Mama ¿esto qué es?-

- Una gorra. Era de tu abuelo.-

-Del Tata.-

-Sí, hijo. La guardé todo este tiempo para ti, el mayor de los nietos.

-¿Él te pidió?-

-No, pero yo sé que la quería para ti.-

-¿Estás segura?-

-Es cosa de hombres, ¿no?-

-Gracias, La cuidaré, lo prometo.-

La calza en la cabeza, le queda grande, aún le falta tiempo. Con la lengua cerrada al tropel de sentimientos mira a su abuela y se empapa en su ternura, celeste cielo.

-Aún queda algo.-

Levanta un envoltorio oculto en un pañuelo de seda blanco amarilleando edades.

-Esto también es tuyo.-

Un viejo revólver testigo de otras luchas se desviste ante el asombro de Santia.

Va mucho allí y el niño lo sabe. Lo toma, lo pesa, lo mira, siente presen­cias de un ayer y un mañana. Lo deja un instante más sobre el pañuelo. Abraza a su abuela un rato largo. Los lentes se empañan y los ojos del muchacho se aclaran.

-Gracias, Mama.-

-Cuídelo y cuídese es la lucha de su abuelo.

Años más tarde Santia reviviría este momento mágico y terminaría de entender aquella luz que encendió el comienzo de su adolescencia.

-Mi teniente, encontré un arma! Aquí tiene un arma!

El miliquito chorreaba adulonería frente al superior.

Eso no es nada, imbécil. Es una porquería.

Lo tiró sobre la mesa junto a los libros, apuntes y todo lo que se amontonaba sin sentido.

Ahí se quedó quieto, mientras poco a poco se esfumaba para rehacerse en el corazón del muchacho, de donde nadie podría sacarlo jamás.


CAPITULO X

¿-Quién te habló del revólver del Tata? -Es cierto, Mama se lo dio aquel verano. -Pero no dispares más hacia allá. Ya te dije, eso no vive para mí, está demasiado quieto para despertarlo

-Aquí está. . . la foto del cumpleaños. Aquel día sí que se la hicimos a la primita de la Capi.

En el año hay dos fechas que reúnen a los Urquiza, el primero de año y el cumpleaños de Mama. La casona se llena de olor a torta, a comida, las mujeres comulgan harina, pollo, lechón, limpieza y ajetreo de la mañana a la noche.

Todos están deseando que llegue y a la mitad del día todos desean que termine. Unos por solitarios y silenciosos, otros por hastío de las distan­cias reales que los separan. Entre todos, Mama...

-Mamá, ¿es cierto que mañana viene el tío Héctor?-

-Sí.-

-Ufa.-

-¿Susana?-

-Sara ¿cómo no van a venir al cumpleaños de la abuela? Vamos, a levantarse que hay muchas cosa que hacer.

La cocina recibe el desayuno con más alboroto que el habitual. Las ollas chillan vapor sobre la Volcán, el fogón se eriza de montoncitos de harina y el pañuelo de Mama va y viene al delantal desde temprano.

-¡Qué día, Virgen Santísima! Estela, hacé la lista del almacén, no te olvi­des del queso y los huevos. No creo que alcancen los del campo. A pro­pósito. ¿Dónde está la acelga que Santiago trajo ayer?-

- Ya la lavé, se está cocinando.-

Celia contesta mientras se asoma un instante al patio.

Ahí, sentadas en el suelo, con el aljibe como respaldo, comen sus bizcochos las primas.

-Niñas, no dejen migas que está limpio ¿No tienen sillas? Sarita, ¿qué hablamos?!


Y se vuelve al mate que aprontaron con Estela.

-Ya salgo, mami.-

-Quédate que ya se metió de nuevo en la cocina.-

-¿Qué me decías?-

-Que mañana viene la estúpida de Susana.-

-No me la nombres, cada día más boba.-

-¿Te acordás el año pasado con el monopatín?-

-Pobrecita la nena... como ella allá no puede... que disfrute, y dale y dale...

Ni una vez lo prestó.-

-Pero este año la paga por tarada.-

-Sí.-

Vamos a preparar las cosas.-

- Vamos.-

Decididas atraviesan la cocina hacia el fondo.

-¿Sarita, dónde vas?-

-A jugar al galpón. ¿Puedo?-

Sí, pero no te ensucies.-

-Vos pedís peras al olmo, Celia. Dame el último.-

-Todavía está rico.-

-Sí. Pero tengo mucho que hacer y es una perdedera de tiempo

Santiaguito, ¿querés un mate antes que lo deje?-

-No, ¿Por qué papá no me llevó?-

-Estabas durmiendo.-

-No, estaba despierto, se fue a las siete.-

-Hoy viene temprano con el lechón, no valía la pena.-

-Pero, yo quería ir y cortarle unas flores a Mama de las de casa.-

-Bueno, hijo... no te preocupes, ya le compré un regalito.-

-No es lo mismo.-

-Ay, Santiaguito cómo estás, eh, ya sos grande para caprichos, llevá el pedido al almacén y que lo traigan rápido que se precisa.-

La cocina empieza sus parloteos habituales.

-¿Estela?-

-Aquí.-

-No te había visto. ¿Cómo vendrá la que te dije, mañana?-

-Con su modelito del London París y sus manitas de manteca.-

-Sos incorregible, hasta ahora sé, que le vio Héctor.-

-Lo enganchó con sus pituquerías, porque le lavas la cara y es una gallina desplumada.-

-No me hagas reír, loca.-

I a cara encendida, la mano dale y dale a la pantalla, viene la abuela del cuarto.

-¿Qué hablan?-

-Nada, pavadas.-

-¿Estela, están prontos los sesos?-


-Sí, mamá.-

-Bueno, entonces voy haciendo el relleno.-

-Yo te hago la masa. En el fogón, ahí, en la tabla está la acelga machacada y acá tenés el queso.

-Me voy a hacer los cuartos y vengo a ayudar.-

Pronto las mesas se cubren de montones de masa.

-A ver, probá.

-Está riquísimo. No hay quién le de ese gustito, no sé qué le echás.

Una capa de relleno y la otra masa.

-Cuidado que se rompe, así. Alcánzame el palote de marcar.

-Toma, y también la rueda.

-Gracias, ¡qué calor!

-Y con el horno prendido...

-Celia está haciendo los bizcochados.

Fuera del ajetreo, en el ambiente de cada día, los nietos se entretienen en la vereda.

-Santia, te juego a las figuritas.

-¿Cambiaste?

-Sí, le cambié al gordo Álvarez. Tiene un montón.

-Pero es un pesado. Bueno, vamos al patio, si nos quedamos de fija se nos pega. ¿Daniel, venís?

El día se fue corriendo despacito entre afanes y preparativos sin hacer el menor caso al reloj.

Se comió la tarde y luego la siesta paralizó la casa. Las madres cansadas no toleraban cuchicheos y los niños terminaron por cansarse y dormir. Santia, boca arriba pensaba en la Mama, en el viejito de la tapera, el Tata y mil cosas más. Todo cambiaba muy aprisa. Otra casa, otra escuela, tanto por resolver.

-Ay, mi Dios.

Cosa extraña, fue la Mama, quién rompió el silencio. Los recuerdos alborotaban el sueño. Santia, al sentirla, saltó de la cama.

Celia intentó un chistido, media dormida, pero el muchacho ya bajaba los escalones. Siguió Sarita y la casa se puso en movimiento.

La pantalla de Mama dialogaba en armonía con la hamaca del sillón, iban y venían contando sus cosas. La abuela hablaba sola hasta que llegó Santia. -Ya no estoy para estos trotes.

-Estás preciosa. No hay otra abuela como vos.

Los ojos celestes chispotearon picardía debajo del carey de los lentes.

-Preciosa, seguro, con estos colgajos...

-La abuela más linda del mundo.

-Adulón!

-Completa el cumplido con un beso dentro del apretado brazo que gana la sonrisa de la abuela.

-Ay, qué calor! Y si nos comemos un heladito...

No te dije, no hay otra como vos. ¿Voy a buscar?

Sí. Llevó la jarra de vidrio, la grande. Decile a Panero que ponga crema, chocolate y tutti-frutti.

Esperó que te doy la plata.

Las manos gordas se esfuerzan por entrar en el monedero y sacar el dinero.

Una, dos tres, ya está.

Ya vengo.

Cuidad, no corras.

Ester, Mama mandó a buscar helado.

¡Qué rico!

Hoy adiós a la leche, ¡Viva!

Sarita sentadita al fresco de la baldosa saluda feliz el indulto inespera­do. Estela y Celia van a preparar las bandejas.

Mamá, ¿ponemos masitas para acompañar?

Sí, las dulces.

Bueno, por suerte no hay que preparar la leche, una cosa menos.

. Te falta mucho con la torta?

No, cuando terminen de merendar la armo. Sola, estoy más tranquila.

Ya viene Santiaguito, ¡Cuidado que se derrite!

Esperen, niños. Miren, el que no esté en fila no toma.

Pronto reina una disciplina digna del tío Héctor. Todos en fila reciben la ración; pero pronto también las cucharitas se insubordinan en el vidrio, tintineando suavecito en el vacío.

Está riquísimo ¿nadie quiere más? ¿Seguros?

Todos los vasos van a la jarra.

Ah. Estos niños. ¿Ustedes? ¿Celia? ¿Estela?

No, gracias.

Bueno, tendré que comerme el resto antes que se derrita.

I a pantalla renueva el diálogo interrumpido, las piernas estiran su hinchazón.

Me tiene loca. Mirá cómo están. ¡Dios bendito!

Mamá, quédate, ya queda poco. Celia y yo terminamos.

Si, doña, tome el banquito.

Estela acomoda las piernas en el banco sobre un almohadón.

Baslanle hiciste, ahora quédate quietita. Mirá, llegó Santiago. Buenas. A ver muchachos a descargar la camioneta; está el cajón de la verdura, el tarro de la leche, ¡ojo con los huevos!

Mama conseguí un mamón, una manteca, ¡qué lechoncito! Voy a adobarlo no sea cosa que me cierren la panadería.

Parece muy bueno. Cuidado el adobe; no te pases con el ají, el año


-Sí, mamá.

-Bueno, entonces voy haciendo el relleno.

- Yo te hago la masa. En el fogón, ahí, en la tabla está la acelga machacada y acá tenes el queso.

-Me voy a hacer los cuartos y vengo a ayudar.

Pronto las mesas se cubren de montones de masa.

-A ver, probá.

-Está riquísimo. No hay quién le de ese gustito, no sé qué le echas.

Una capa de relleno y la otra masa.

-Cuidado que se rompe, así. Alcánzame el palote de marcar.

-Toma, y también la rueda.

-Gracias, ¡qué calor!

-Y con el horno prendido...

-Celia está haciendo los bizcochuelos.

Fuera del ajetreo, en el ambiente de cada día, los nietos se entretienen en la vereda.

-Santia, te juego a las figuritas.

-¿Cambiaste?

-Sí, le cambié al gordo Álvarez. Tiene un montón.

-Pero es un pesado. Bueno, vamos al patio, si nos quedamos de fija se nos pega. ¿Daniel, venís?

El día se fue corriendo despacito entre afanes y preparativos sin hacer el menor caso al reloj.

Se comió la tarde y luego la siesta paralizó la casa. Las madres cansadas no toleraban cuchicheos y los niños terminaron por cansarse y dormir. Santia, boca arriba pensaba en la Mama, en el viejito de la tapera, el Tata y mil cosas más. Todo cambiaba muy aprisa. Otra casa, otra escuela, tanto por resolver.

-Ay, mi Dios.-

Cosa extraña, fue la Mama, quién rompió el silencio. Los recuerdos alborotaban el sueño. Santia, al sentirla, saltó de la cama.

Celia intentó un chistido, media dormida, pero el muchacho ya bajaba los escalones. Siguió Sarita y la casa se puso en movimiento.

La pantalla de Mama dialogaba en armonía con la hamaca del sillón, iban y venían contando sus cosas. La abuela hablaba sola hasta que llegó Santia. ---  -Ya no estoy para estos trotes.-

-Estás preciosa. No hay otra abuela como vos.

Los ojos celestes chispotearon picardía debajo del carey de los lentes.

-Preciosa, seguro, con estos colgajos...

-La abuela más linda del mundo.-

Adulón!

-Completa el cumplido con un beso dentro del apretado brazo que gana la sonrisa de la abuela.

-Ay, qué calor! Y si nos comemos un heladito...-

-No te dije, no hay otra como vos. ¿Voy a buscar?-

-Sí, llevá la jarra de vidrio, la grande. Decile a Panero que ponga crema, chocolate y tutti-frutti.

Esperá que te doy la plata.-

Las manos gordas se esfuerzan por entrar en el monedero y sacar el dinero.

-Una, dos, tres, ya está.-

-Ya vengo.- \

-Cuidado, no corras-.

-Ester, Mama maridó a buscar helado.-

¡Qué rico!

-Hoy adiós a la leche, ¡Viva!-

Sara sentadita al fresco de la baldosa saluda feliz el indulto inespera­do.

-Mamá, ¿ponemos masitas para acompañar?-

-Sí, las dulces.-

-Bueno, por suerte no hay que preparar la leche, una cosa menos.-

-Te, falta mucho con la torta?-

-No, cuando terminen de merendar la armo. Sola, estoy más tranquila.-

-Ya viene Santiaguito, ¡Cuidado que se derrite!-

-Esperen, niños. Miren, el que no esté enfila no toma.-

Pronto reina una disciplina digna del tío Héctor. Todos en fila reciben la ración; pero pronto también las cucharitas se insubordinan en el vidrio, tintineando suavecito en el vacío.

-Esta riquísimo ¿nadie quiere más? ¿Seguros?-

Todos los vasos van a la jarra.

-Ah, estos niños. ¿Ustedes? ¿Celia? ¿Estela-?

-No, gracias.-

-Bueno, tendré que comerme el resto antes que se derrita.-

La pantalla renueva el diálogo interrumpido, las piernas estiran su hinchazón.

-Me tienen loca. Mirá cómo están. ¡Dios bendito!-

-Mamá, quédate, ya queda poco. Celia y yo terminamos.-

-Sí, doña, tome el banquito.-

Estela acomoda las piernas en el banco sobre un almohadón.

-Bastante hiciste, ahora quédate quietita. Mirá, llegó Santiago.-

-Buenas. A ver muchachos a descargar la camioneta; está el cajón de la verdura, el tarro de la leche, ¡ojo con los huevos!-

Mamá conseguí un mamón, una manteca, ¡qué lechoncito! Voy a adobarlo no sea cosa que me cierren la panadería.-

-Parece muy bueno. Cuidado el adobe; no te pases con el ají, el año

pasado...-

Las recomendaciones se pierden en la cocina entreveradas con las palabras de Celia.

-Fui a ver una casa.-

-Sí-.

-Está relativamente cerca del colegio y de la casa de tu madre.-

-Ah.-

-Es vieja, pero con unos arreglitos... además el alquiler es accesible.-

-Hum.-

-¡Por Dios! ¡No Sabés hablar! ¿Nos venimos o no? Porque si yo no me muevo, vos no hacés nada y cuando queramos acordar empiezan las clases.-

-Celia, no empieces. Ahora no es el momento. Dejame que estoy apurado. Ya hablaremos.

-“Ya hablaremos”. Siempre lo mismo. Cómo si se pudiera hablar contigo.-

-Dejate de joder, querés.-

Sarita llega corriendo aún con la sonrisa del helado.

-Mami, dice Santia que si puede ir a dar una vuelta en bici.-

-No, ¿quién se la presta?-

-Es la de Ernesto-.

-No me gusta que jueguen con cosas prestadas-.

-Tenés cada pavadas. Decile que sí .Cortó Santiago

-Mami, ¿qué le digo?-

-Que no.-

-Que sí, que vaya, caramba, su padre le da permiso.-

El lechón lustroso de aceite y pecoso de los condimentos espera en la bandeja.

-Voy a la panadería. Chau-.

-Chau.

-Es imposible.-

Por fin llegó el cumpleaños; cuando vino el panadero, se encontró un improvisado coro homenajeando a la abuela

-Felí, felí.- repetía la pequeña Eugenia con su ombligo al aire y su carga repleta debajo de la bombacha de goma.

-¿Estamos de cumpleaños?-

-La abuela-.

-Felicitaciones, doña Ángela.-

-Bah, otro año más vieja.-

-Si usted está cada día más joven.-

-Seguro... cumplidos a mi edad...-

En la cocina Santiago ensilla el amargo. Hoy no fue a trabajar.

Los niños despachan rápido el desayuno, ni siquiera Sarita protesta, y se dispersan en sus juegos. Las mujeres a limpiar y preparar la casa. Madre e hijo en la cocina repiten temas viejos.

-Es que me cuesta.-

-A quién no, pero tienes que pensar en ellos.-

-Sí, ellos son todo-.

-Por eso, vamos hijo, que no es el fin del mundo-.

-¿Por qué crecerán?-

-Porque creciste tú, es la vida, pero no tu vida Santiago, no lo olvides, es suya.-

La mañana se amansa y la abuela se esconde un ratito para sus recuer­dos Habla y sonríe como si tuviera veinte años y no setenta.

Santiago se pierde en el altillo en busca de cosas pasadas cuando Este­la alcanza a ver el perfil de Héctor. Siempre pared entre los dos herma­nos. Se apresura a saludar desde el aljibe.

-Mamá, creo que llegaron.-

-Cómo están ¿Auto nuevo? A vos no se te ven las pérdidas, hermanito.-

Secándose las manos en el delantal saluda a los recién llegados.

La siguen Santiago y la madre que suspirando vuelve a los setenta y cierra la puerta de la habitación.

-Feliz cumpleaños, mamá.-

- ¿Cómo andás, Santiago?-

-Gracias, dichosos los ojos, Adela, querida, ¿cómo estás?-

Las conversaciones cruzan trivialidades mientras cada uno levanta sus reservas.

-Bien, ¿y vos? Coche nuevo... te felicito.-

-Es un 0 km lo traigo en ablande. Una oferta que salió para «nosotros».-

-Ustedes no se pierden, ¿eh?-

-Santiago, mirá tu sobrina... ¡cómo ha crecido!-

Un codazo de Estela movió hasta las convicciones del hermano. Todos los ojos buscaron salida en Susana que había quedado en el auto.

-Abrime, mami.-

-Susanita querida, ¡qué distraída!-

- Baje y salude a su abuelita y tíos.-

Susana era la única nieta que llamaba abuelita a Mama y esto siempre recorría la espina vertebral de la anciana.

-Feliz cumpleaños, abuelita.-

Estampó el beso reglamentario, entregó el regalo, saludó a los tíos...

-¡Que monadita!.

Gracias, m’hijita. Una caja de jabones y perfume «Avant la féte». !'Pero Adela, ¿por qué te molestaste?- Muchas gracias. Pero no vamos a hacer tertulia en la vereda, ¿verdad? Pasen, pasen...

Los hijos y nueras se sientan en los sillones del patio a hablar sus cosas, los niños se escondían detrás del aljibe y ella vuelve por un instante al cuarto.

-La cuarta caja, viejo. Estaré perfumadita hasta en el cajón. Esperame tranquilo. Iré limpita.

Le hizo un guiño al retrato que le sonrió sólo un instante. De vuelta en el patio recuperó los cumplidos.

-¿Qué cuentan, ché? Adela, ¿cómo anda tu gente?-

-Bien, gracias, doña Ángela.-

Dejó caer con dificultad el corpachón sobre su sillón y comenzó a abanicarse.

-Más vale así.

Bajo la vigilancia estricta de Estela, las conversaciones languidecían, sin tocar ni un solo escollo.

-Es que estos juntos, no respetan nada, ni siquiera el cumpleaños de la madre. Y ahora que José María no está para qué sumar más dolores.... ---   Tenés razón y perdóname en lo que te toca, pero Urquiza tenían que ser.-

Las niñas con más espontaneidad y menos diplomacia veían sus diferen­cias protegidas por el aljibe.

Ester guiña el ojo a Sara.

-Ché, Susana, parecés una mosca dentro de la leche, entre tanta puntilla-.

-Sí, una mosca preciosa nadando en la leche.-

-Boba, estoy negra porque fuimos a la playa y no pelees porque cuento.-

-Porque cuento... ay, la nenita, JA, JA.

-Sí pero vos no tenés «reló» y eso que sos más grande.-

-¡¡Reloj!!

-Mirá.

-¡Un reloj! Te compraron un reloj...

-¡Qué lujo!

-¿Vieron?

Las compinches mudas dejaron disolver sus planes en la sorpresa.

-Mostrá-

-Prestármelo.-

Pero Susana era una niña mal enseñada y bien aprendida, recordó la amenaza de mamá:

-Cuidadito con prestárselo a tus primas. Son muy brutas, pobrecitas, ellas no tienen la culpa.-

-No, mamá no me deja.-y frunció la boquita de colegio de monjas.

-Vamos al fondo, no nos verá. Dale, un poquito aunque sea.-

-Es que me mata.-

-No seas mala.-

Ester insistía y Sara chispeaba los ojos de miel.

-Dejala, no ves que es una egoísta.-

Hubo un momento de duda, por un instante asomó una niña entre tanto


Embrollo, pero estaba muy sola y desapareció bajo el halo de las monjas.

-No.-

-Pero...-

-Basta. Ester vamos a jugar.-

-¿Puedo ir?-

-No.-

-Sí, Dejame-.

-No quiero jugar con ella, es una mala-

Ester había resucitado los planes, los sentía crecer segundo a segundo con urgencia demoledora.

-Me la vas a pagar todas juntas.-

-Vamos, Sara, jugamos las tres. Dale.-

No, no quiero.

-Vos elegís: a las casitas, a los almacenes o a los desfiles.-

-No.-

-Mami  voy a jugar con las chiquilínas. Jugamos a los almacenes que me gusta.-

-Susanita, ven. Dame el reloj que lo puedes romper.

´-Voy.-

La niña cumple feliz el encargo, al final sólo sirvió para que Sara se enojara. todo lo planeado al revés.

-Tomá.-

-Tomá no!, se dice Toma, hable bien.-

-Pero Adela es una niña.-

-Por eso, doña Ángela. Siempre debe comportarse como una señorita.-

-Ay mi Dios. - la pantalla se apura y desahoga en aire las palabras mudas de la abuela.

Estela la fiel guardiana del orden familiar sale al paso.

-Un vinito blanco casero.... Está riquísimo.-

Celia se levanta como un resorte.

-Te ayudo.-

Y desparecen tras la cortina de la cocina, que acalla los comentarios.

En el galpón todo está pronto. Las muñecas esperan en los cochecitos con su  eterna sonrisa de porcelana. Un balde dado vuelta, es la graciosa  mesa de un jueguito de té. El botellón ofrece agua generoso y el bolsito de hule guarda los tesoros de Sara.

-Yo  hago de mamá.-suplica Susana.-

-Yo no juego.- Sara entrompada abraza a Daniel, su muñeco.

-No seas boba.-

Ester deshace la cara en gestos pero la prima está demasiado

Enojada para entender.

-Bueno, si no quiere. Dejala, jugamos nosotras.-

-A los almacenes. Vos atendés, ahí hay fideos, ladrillo rallado y aquellos yuyos hacen de verdura.-

-¡Qué lindo! ¿Y esta balanza?

-Para pesar.-

-¿Puedo?-

-Sí. Vos sos la almacenera, tarada, es tuya.-

Uno, dos cascotes van a los platos de la balanza vieja que se levanta y cae sin mirar como los ojos de las muñecas.

-Buenos días.-

-Buenas, señora, ¿qué desea?-

-Un kilo de azúcar y dos lechugas.-

Las manos de la futura señorita se hunden con placer en la arena mugrienta, para llegar al kilo de azúcar. Pesa, envuelve, se le cae la mitad, intenta imitar al almacenero, las dos orejitas de papel, pero es peor.

-Así, inútil. -

Enseña impaciente Ester.

-Bueno, no sabía.

-Ahora la lechuga.-

Las manos inocentes de campo y yugo, criadas entre muros, no saben de ortigas. Con fuerza se prenden de esto, que es fácil de envolver; queda envuelta y bien envuelta

-Ay, me arde, me pica.

Buscando alivio la pasa por el vestido, que queda listado de tierra, por la cara que se enrojece por el efecto urticante.

-Mami, mamita, me arde. ¡Mamita!. -

Corre a la protección de Adela que al primer grito saltó del sillón.

-Jódete por egoísta.-

En ese momento Sara sale de su enojo y mira incrédula a la prima.

-Lo hiciste, nomás.-

-Lo tenía merecido, ¿no creés?-

Celia y Estela cruzan presurosas el fondo. Ya están frente a las niñas.

-Ester, no te hagas la boba, demasiado sé que se ortigó pero cómo, dice que fueron ustedes.

-Yo no sé pregúntale a Sara.-

Los ojos de miel se abren por un instante a ese mundo contagiado de vicios de grandes.

-Pero Ester, vos...

Celia no deja terminar.

-Siempre la misma. Ves estas cosas son lo que me hacen querer venir­me. No parece una niña, se comporta como un muchacho. Pero vas a escarmentar.-

La puerta de la cocina enmarca dos figuras, una niña llorosa, cubierta de pomada con un bonito vestido embarrado y una mujer expectante del cas- ligo que recibirán las insolentes.

-Con lagrimitas no hacemos nada, una buena le daría yo.-

Ester plantea su defensa hábilmente y Adela se muestra disconfor­me.

-Bueno, ya pasó, después hablamos.-

Mama reordena el mundo al fin de cuentas es suyo.

-Estela vamos a servir la comida. ¡Niños a lavarse las manos!.-

Héctor aparece con un riñoncito del lechón en la punta del tenedor para Adela.

-No te digo. Si tiene coronita, no hace nada y la tratan como reina.-

-Callate que te va a oir-

-Vamos, escucharon a la abuela, a lavarse, niños.-

Pero en Sara quedó resonando el «ya hablaremos».

-¿ Me creerá mamá? ¿Por qué hizo esto Ester? ¿Qué dijo mamá...?

Se le hizo un nudito en el alma.

Si estuviera el amigo de los transparentes, mágico y bueno. Pero aquí no quiere venir


CAPITULO XI

-Bueno. Esta es la última. Nuestra prime­ra casa en el pueblo. Ella guarda mis años de escuela, las travesuras, el liceo de Santia. Los miedos y los despertares. Nunca la quisimos del todo. Era distinta, pero mucho nuestro quedó allí.

* * *

Entró por fin marzo. Trajo tardes cortas. Veredas y patios repletos de hojas. Aroma de dulce de la cocina, tardes de escuela y deberes.

Cuando llegaron Celia cumplió su sueño, Santiago su silencio más solitario.

Enormemente alta, de frente descascarado, ventanas con celosías y un zaguán verde, la casa se abrió a la familia.

-Uf qué vieja.-

-Mirá tiene una tranca inmensa.-

-No toquen que está todo sucio.-

-¿Esto qué es?-

Las voces empiezan a resonar de cuarto en cuarto. Se abren y se esconden del corredor.

-Sé, que parece fea, pero con unos arreglitos, un poco de pintura...

Será otra. Vas a ver.-

-¿Cuánto?-

-No, por eso te traje, es un alquiler accesible...-

-Santia, Mirá tiene fondo con árboles y ¡uvas!-

-Sara no comas que están calientes y sin lavar.-

-El fondo es grande, para que jueguen los niños... aquí unos canteritos

Con flores... Sarita! ¡No comas uvas!-

-No, mamá.-

Las manitos están estrujando el esqueleto de un racimo.

-Está cerca de la escuela, como te dije.-

-Nos faltan muebles.-

-Eso es lo de menos. Ya conseguiré. Tu hermano me ofreció.-

-De ese no quiero nada.-

-Siempre el mismo, así estamos por tu maldito orgullo.

-Celia.-

Bien, no discutamos, Graciela también tiene unos que no usa. Me los prestaría.-

-Mamá, ¿por qué el agua es tan fea?-

-Porque es agua corriente, viene del río y hay que desinfectarla.-

-La del campo es riquísima.-

Esa es de pozo, y sale de una sola canilla, aquí tienes canillas en la cocina, en el baño, en todos los lados. Es un sueño.-

-No me gusta.-

-Santia, no seas impertinente. Andá a ver qué hace tu hermana y no interrumpas a las

 conversaciones de mayores.-

-¿Puedo irme a lo de Mama?-

-Si, pero llévate a Sara.

-¡ Sara!... Chau, salgo por el garaje.-

-Bueno ¿y...? ¿...alquilamos?-

-No sé.-

-Esta es la única de acuerdo a nuestras posibilidades. Sarita tiene que empezar la escuela y yo a caballo no la mando.-

-Bueno, está bien.-

 Esta tarde me doy una vuelta por la Escribanía-

La venida al pueblo cambió el carácter de la madre. El desgano se transformó en actividad. Se la oía cantar, sonreía más a menudo y la casa iba acompañando la metamorfosis.

Un poco aquí, un mucho allá, fue cobrando el aire familiar.

Cuando Celia dio el último pedaleo, la SINGER respiró aliviada.

-Terminé. Por fin terminé. Estiró las colchas sobre las camas.

-Cambian o no? Claro que cambian, la casa está más vestida.-

Abrió el ropero, eligió la solera rosa, las sandalias de taco...

-Ah, ahora un buen baño. Sin baldes, con ducha, parece un sueño.-

Antes de encerrarse llamó a los niños.

-Santia sácame el sillón a la vereda.-

- ¿Como, no vamos a lo de Mama?-

-Hoy, no. querido, estoy muerta.-

-Pero, aquí me aburro.-

-Anda a buscar a tu hermana mientras me baño, querés.-

Vertió el alcohol, abrió la canilla, encendió y al instante una lluvia tibia la acariciaba. Pensó en Santiago.

-Tengo que reconocer que pese a todo lo extraño, pero bueno, todo un se puede.-

Dejó caminar un poquito su fantasía pero la trajeron de vuelta las

voces de los niños.

-Una niña no juega a la bolita.-

-¿Por qué?-

-Porque no.-

-¡Niños! No peleen. Ya salgo. ¿Me sacaste el sillón?-

En la vereda señoreaba el aire y las vecinas.

-Calor, ¿no?-

-Buenas. Ahora está más fresco.-

Las tres figuritas se perdían en el frente descascarado. Demasiado alto.

-Bueno, ¿les gustaron las colchas?-

-Sí. Pero la casa es fría. No me gusta.-

-¿Cómo fría? Estás loco. Todavía hace calor. Querrás decir fresca. Mejor, las casa frescas en verano, son calientes en invierno, ¿sabías?-

 -No, mamá, la siento extraña, fría. La casa de Mama por ejemplo, es alta pero es calentita.-

-No empieces con tus pavadas que asustás a tu hermana.-

-Es una casa usada. Los rincones guardan cosas extrañas.-

Los ojos de Sara empezaron a desmesurarse en la caza de fantasmas que no había visto.

-Santia...-

-Es cierto, mami, yo también escuché que los muebles y los pisos chillan.-

-Lo conseguiste. Estás contento ahora. No, Sara, esos ruidos son normales en la madera.-

-Bueno, mami, es que me da un poquito de miedo. Si tuviéramos a Capitán, el fondo es grande.-

-Ni soñar, no quiero perros en casa. Los perros al campo.-

-Los cuartos son tan altos...-

- Yo extraño a papá.

-Basta, todos lo extrañamos pero no había otra solución, quejarse no soluciona nada.-

¿Qué le vamos a hacer?

-Tenés razón, mamá, perdóname.-

-¿Qué estará haciendo papi?-

-A esta hora tomando mate con Juan. Mañana ya viene.-

-En el patio bajo las estrellas, con Capitán al lado...-

-Acá hay menos estrellas.-

-No, tarada, vemos menos cielo nada más.-

-No le hables así a tu hermana-

-¡Mirá una estrella fugaz!-

-¡Rápido, los deseos!-

Volaron rápido hacia el cielo pero no encontraron su estrella viajera y se perdieron en el vacío, tiritando entre tanto misterio.

En el campo las cosas iban distintas, ni deseos, ni estrellas, ni urgencia, todo igual al pulso de la naturaleza.

Sentados uno frente al otro, patrón y peón compartían soledades.

-Se extrañan los gurises, eh, patrón.-

Y la bombilla suena en el mate acompañando la palabra.

-Ya lo creo. Pero la niña tenía que estudiar. ¿Otro?-

-El último.-

-Sí, ya se acaba el agua.-

-Quién la ve a la Sarita en la escuela. Dispierta sí que eh’

Una luh, pero medio orejana pa’ que le pongan freno.-

-Ya se acostumbrará. Bueno, vamos a comer que después tengo que hacer unos numeritos.-

-¿Cómo fue el rinde?-

-Normal, podía haber ido mejor.-

-Cosas del campo...-

-Y si...-

En la cocina, la luz blanca del farol a mantilla alumbra una mesa demasiado grande sin los niños. Sobre el primus, la cazuela entibia el guiso del mediodía. A falta de mujer...

Capitán se acerca moviéndola cola.

-Juera perro! ¡raje de acá!-

EI animal achata el lomo, esconde la cola y se va a los transparentes buscando al amigo mágico de Sara.

Parece que con él se fueron las palabras porque ninguna

Se cruzó por la cocina.

-¿ Un poco más?-

-No. Patrón, graciah’.-

-¿Otro vasito de vino?-

-Eso no se disprecia, graciah’.-

Y se acabó. Saborearon el vino y sus penas solos, uno frente al otro.

-Ta mañana, patrón.-

-Buenas noches, Juan.-

Levantó los platos, los dejó en el latón para mañana.

Levantó el farol. En el patio, la noche golpeó oscuridades y estrellas.

Enojado orinó sobre las dalias de Celia.

Dejó el farol en el escritorio. Frente a la pila de boletas.

-La putísima madre que lo parió al hijo de puta del tiempo.-

Por qué crecieron tan rápido?

 

CAPITULO XII


-Espera queda otra, me equivoqué.

-La del primer día de escuela.

-Nunca olvidaré aquel día. Santia tampo­co. La túnica por los talones y con un dobladillo inmenso. Mamá pensaba que lle­garía hasta tercero pero la pobre se ago­tó en segundo entre lavados, agua Jane y almidón. Santia estrenaba el portafolio. Mira como lo pone para que se vea; siem­pre fue igual. Y el jopo, no te pier­das

* * *

-Vamos, arriba. Hoy empiezas la escuela.-

La niña abrió los ojos para acostumbrarse.

Sobre la silla, la túnica almidonada, sobre la túnica la moña azul y todo eso sobre la niña anudándole el estómago con nuevos amaneceres.

 -Apúrate. Vamos.-

La madre era un remolino. De aquí para allá, en mil cosas distintas.

Compre esto, repase lo otro, prepare meriendas, limpie la casa.

-No se termina. Santia los mandados.-

El reloj a cada hora movía su estacada de torero, encerrándola.

-No llego.-

-Santia, la leche.-

Los aires removían la casona por una causa u otra.

La leche supo peor que de costumbre. Lo que no podía suceder, sucedió, y vomitó todo el desayuno hasta la última gotita.

-Justo lo que faltaba. Mirá cómo te has hecho. ¡Qué manía tenés con la leche! Ya no sos una nenita. Tendrías que ayudar a tu madre.-

-Fue sin querer, perdóname. ¿Puedo ir a lo de mama?-

-Sí, mejor, andate, que no te vea. Más ropa que lavar, así no hay quién pueda. Santia, ¿trajiste las cosas?-

Lo que en la madre era agitación en los niños era silencio, pero andaban igual de revueltos.

Santia pensaba en su escuela, en sus compañeros y Sara tenía franca­mente miedo ante tanta cosa nueva.

Santia se fue al último árbol del fondo, lejos de los nervios, se subió como en la tapera y se quedó pensando. Tenía puesta la gorra del Tata que le seguía quedando grande.

Sarita buscó el abrigo de Mama, que sola en el patio hamacaba sus recuerdos.

-Pero miren quién anda por aquí.-

-Buenos días. Mama.-

-¿Y cómo vamos en nuestro primer día de escuela?-

-Bien.-

Hacía mucho que la abuela deletreaba los «bien» de sus nietos

Descifrando mensajes ocultos.

-Me alegro. A ver ayúdame. Vamos a mi cuarto.-

-Sí, Mama.-

Pensó qué le hablaría, qué le explicaría. Esta idea la desorientó.

¿Le daría  algo del Tata como a Santia?

La cajita de música puso en marcha su bailarina monótona.

La niña quedó suspendida entre la música y la danza. Mientras las

manos de la abuela llenaban una bolsita de celofán con caramelos.

La música se detuvo.

-Tomá, querida, siempre hay que tener algo dulce cuando empiezas algo

Ofreció uno a la niña y se puso dos en la boca.

-Te gusta?-

-Es muy linda.-

-Sí, pero siempre hace lo mismo. Por eso tenemos que crecer, que

cambiar, como tú hoy cambias de melodía, empiezas la escuela.-

-Si Mama, tenés razón.-

De reojo contaba la cantidad de caramelos de miel que iban en la bolsa, es que no le gustaban pero nunca se lo diría, prefería tirarlos luego detrás de la esquina.

-Vení quiero enseñarte algo.

Se apoyó en el hombro de la nieta y se encaminaron a la pieza de

arriba. La casa no parecía la misma del verano, oscura, callada, sin olor a comida. Paso a paso estuvieron al pie de la escalera. En desigual imagen fueron subiendo de uno en uno los peldaños.

-Las piernas ya no me responden.- y el pañuelo absorbía el sudor de la frente

Sarita abrió la bolsa mientras tanto y engulló de apuro un casquito de naranja,  pensando en las carreras con Ester y las tiradas por el pasamano

Por fin llegaron. La habitación de arriba guardaba lo que en la casa sobraba: dos roperos, un escritorio, cuatro camas..., las ventanas estaban cerradas y el piso de portland lustrado hacía tiempo que no charlaba con la escoba.

La abuela se sentó en una de las camas abanicándose con el delantal.


-Este verano trajo calorcito hasta marzo.-

Sara quedó callada. ¿Quién habla con un caramelo en la boca, frente a Mama y el primer día de escuela?

-Querida, ves aquel armario, haceme el favor de abrirlo. ¿Ves el primer estante? Bien, dame las carpetas atadas con cinta azul.-

Frente a Sara se abrieron cinco filas de carpetas y cuadernos atados con cintas de distintos colores. Obedecía a la abuela, aún sin entender. Ya se había tragado el caramelo por si acaso.

La abuela recibió el paquete como una madre su primer bebé; con cuida­do de cirujano desató nudos, apartó cuadernos y eligió una carpeta. El papel amarilleaba sus tiempos pero los dibujos ganaron la pieza: ranchitos con su infaltable humo, flores como guindas sembradas por el campo, de igual tamaño a infinitas distancias, señoras de cintura estrecha entre in­mensas polleras. Las hojas iban pasando de una a una, a veces las acom­pañaba un comentario, otras un suspiro o una sonrisa.

La niña aburrida, cambiaba de pie, miraba la bolsa de caramelos o los cuadros, todo menos los dibujos. Eran todos iguales.

-A ver, nena, si lees que dice aquí.-

Eso sí le gustaba aunque la madre se enojara. Decía que sólo debía ense­ñarle la maestra. Y a su hora.

Sarita pasaba con Santia, las tardes de lluvia del campo, practicando las letras que recogían las palabras. Disfrutaba uniéndolas de la mano y sembrando sentidos.

-A ver qué dice....-

Ahora frente a la abuela se esforzó inclinándose a la carpeta.

Pero el ejercicio resultó más fácil de lo deseado.

-Santiago Urquiza Lecchio. Mama ese es el nombre de papá.-

-Claro, porque esta carpeta era de tu padre-.

La idea anduvo revoloteando entre los rulos pero no entró. Su padre no podía ser el niño de los ranchitos. Era papá...

Por otro lado la abuela no mentía. Volvió a revolotear y se mezclaban la barba con las florcitas en pareja. No podía ser.

Los ojos miel se iban agrandando y ganaron la carcajada de la abuela.

-Sí, m’hijita, tu papá fue un niño y bastante revoltoso, por cierto. Bueno, vamos que se hace tarde. Guárdame las carpetas y ayúdame a bajar. -Sarita, te dejas los caramelos, querida.-

Las dos volvieron despacio al mundo, una al «del primer día» y la otra a sus recuerdos

-Ah, sí-

-Un beso y feliz comienzo, ¿te gustó la carpeta?-

-Sí, Mama, gracias.-

La nieta regresó con un niño de pelo ensortijado que se soplaba letras y ranchitos con rulitos de humo. La acompañó el resto de la mañana.

 -Mamá, son las doce y media. Yo a menos cuarto me voy.-

-Santia, no me pongas nerviosa. Peinó a Sarita, saco la foto y nos vamos. No ves que tengo que hacerlo todo yo.-

Sobre la mesa quedaban los platos con las cáscaras de zapallo, los marlos de choclo y los huesitos del infaltable puchero del lunes.

-A ver. correte un poquito, hijo. Ahí, justito, así está bien, '.sonrían. Perfecto, -Bueno, vamos. ¿Tienen todo?-

-Sí. vamos.-

Vamos.

De pasada cazó la cartera de la cama; los tacones despedían en los

en los  escalones dela cancel una etapa de los niños.

Primero dejaron a Santia que se opuso terminantemente a que la madre

lo acompañara a la puerta del colegio.

Por favor, mamá. Ya tengo doce años. No me pongas en ridículo.

Suerte, un beso, hijo.

Gracias, chau.

Dos cuadras más adelante la escuela de niñas, que aún conservaba el nombre  anterior a la enseñanza mixta. Allí esperaba a Sara un mundo nuevo.

El primer día lo pasó mal y se sintió extraña entre niñas que no eran sus primas, Hubiera dado un mundo porque la maestra la llamara por su nombre y le sonriera. Era aburrido bailar siempre lo mismo como la cajita de música de Mama, pero tranquilizador.

Celia bajó los escalones del edificio y ya en la vereda sintió algo

extraño

Había luchado tanto por esto. por qué ahora ese sabor amargo.

La pequeña  salía de su lado, no le gustó llegar sola a casa.’

Santiago se encontró con un patio cubierto de blanco, con moñas azules

Moñas cerradas, perfectas con el estire de mamá, abiertas al juego colgando algún reto de maestra. Nuevitas, desteñidas, pero moñas, más arriba, nada, extraños.

Los ojos grises buscaban al flaco Ramírez con su barriga abierta a sus desprecios. de comedor y su eterno olor a tambo. Nada, túnicas, moñas, nada más,

La pecocita del pericón, la del versito remolón, el petizo Hernández, Pedrin  y sus batallas de figuritas...

-A formar. Por favor guarden el orden de altura.-

La campanilla carcajea clases y él solo con su portafolios nuevo con

ganas de irse, buscaba lugar. Uno de los últimos, para variar:

-¿Vos, ¿sos nuevo?-

(Ay, Pedrín, si me vieras como sapo de otro pozo)

-Eh, a vos te hablo, ¿de dónde venís?-

-Dejalo.-

-¿Estás en babia?

Ahí lo sintió, los ojos grises se tornaron fríos, apretó los labios, largó el portafolio.

-¿A mí me hablás?-

-Sí, ¿pensabas en mamita?-

EL piñazo cayó directo al mentón con toda la carga del insulto y de las frustraciones del día.

-Metete las palabras en el culo, querés.

El otro estaba acostumbrado a ser el guapetón de sexto y por ende de la escuela. Santia lo descolocó, siempre las cuentas se arreglaban a la salida, no en el patio, delante de la maestra.

Al fin reaccionó. Iba a responder...

-¡Niños! ¿Esto qué es? A dirección los dos, enseguida.

Los pararon frente a frente en silencio. Santiago escuchó cómo los tacos de la directora recuperaban territorio.

Miró el machucón de Guillermo, se sintió aburrido y luego solo, muy solo.

-A ver... ¿Qué sucedió? ¿Quién empezó todo?-

-No, ahora no me salgan con esto. Sus nombres.-

-Guillermo López, señorita.-

-Santiago Urquiza, señorita.-

-Bien, van a hablar ¿sí o no?

Un silencio de hombres atravesó la dirección y huyó asustado a la plaza.

Los muchachos lo sintieron y cambiaron miradas.

- Vamos. No tengo tiempo para adivinanzas. ¿Y bien?-

Tomó dos hojas y repitió el mismo texto.

-Lleven a sus padres. No quiero que esto se repita. Ustedes los de sexto deben ser un buen ejemplo para los más chicos. ¿Me entendieron?-

-Sí, señorita.-

-Sí, señorita.-

Campaneando las baldosas, con la nota quemando los bolsillos atravesa­ron el patio.

-La cagamos, y en el primer día, mi viejo me hace pedacitos.-

-Ya mí, ni te cuento, cuando mamá la lea...-

-Loco, no quise joderte, perdóname.-

Ni yo pegarte ,es que venía caliente-

-¿Chocamos?

-Chocamos


 

En el mismo del piñazo, un apretón de manos y algo zumbando

dentro que los dos respetaron mucho. Y para siempre.

Santia ya no se sentía solo, la cosa no iba tan mal.

La campana de las cinco produjo la desbandada, una fila más desorde­nada  y parlotera los devolvió a la vereda.

Santia se disparó a buscar a Sara.

Encontró la puerta de la escuela abarrotada de madres, «mi nena esto»

“Pobrecita” Colorado transpirando se fue colando hasta el primer lugar

Che, nene, cuidado.

Es que tienen unos modales estos gurises.

La nota le quemaba los bolsillos y temía por Sara.

Las trenzas flojas, la moña a un costado, sonrosada, más grande que sus compañeras, la hermana le sonrió del portal.

No. no puede ser. El bulto del bolsillo ¿bolitas?. No, no, estoy loco.

Sara se despide de un compañero al ver a su hermano.

-Mañana jugamos-

-A la hora del recreo.-

-Chau.-

-Adiós.-

- Hola, Santia. Miró qué gané.-

 -Ese quién es?-

-Es Daniel, un compañero. Le gané estas bolitas a la Troya.-

-No te creo-

-Verdad, mirá

´-Sos imposible. Nos venimos para que juegues con niñas y vos jugás con un varón a la bolita. Mamá te mata.-

La tomó de la mano y aceleró el paso, no sea que el gurí se le pegara. Iba serio, entrompado.

-Santia, no le enojes.-

Joder con los pueblos y las hermanas.

* * *

Esto es todo, aquí está la última pági­na. Lo demás es un carretear de vida, ya no hay vuelo. Se quebraron las alas…

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